—¿Qué tal fue la reunión con Stark? —le preguntó el joven, cambiando la sonrisa por una mirada de preocupación. Ella se mordió el labio inferior, una costumbre de cuando estaba nerviosa. Debería dejar de hacerlo, pero no podía, básicamente porque no era consciente de ello. —Ah..., al final no fui. James cerró los ojos y negó con la cabeza. —Eso no es bueno. Stephanie trató de justificarse. —La puerta de su despacho estaba cerrada. Creo que estaba hablando por teléfono... No estoy segura. Le dejé una nota. James vio que sus delicadas cejas se unían con preocupación. Le dio lástima y maldijo a El Profesor por ser tan cáustico. Stephanie aparentaba ser una persona frágil a la que era fácil lastimar y Stark no parecía darse cuenta del efecto que causaba en sus alumnos, así que decidió ayudarla.
—Si estaba hablando por teléfono, hiciste bien en no interrumpirlo. Esperemos que así fuera. Si no, diría que te has metido en un lío. —Enderezó la espalda y cruzó los brazos—. Si la cosa va a peor, avísame y veré qué puedo hacer. A mí no me importa que me grite, pero no quiero que te grite a ti. «Porque, a juzgar por tu aspecto, te morirías del susto, conejito asustado.» Le pareció que Stephanie iba a decir algo, pero finalmente guardó silencio. Con una débil sonrisa, la joven asintió y se dirigió a los casilleros en busca del correo. Casi todo era propaganda. Había algunos comunicados internos del departamento, entre ellos, uno de una conferencia pública del profesor Anthony E. Stark titulada «La lujuria en el Infierno de Dante: el pecado capital contra el Yo». Stephanie leyó el título varias veces antes de ser capaz de asimilarlo. Luego empezó a canturrear en voz baja. Lo siguió haciendo mientras leía una segunda circular que avisaba de que la conferencia del profesor Stark había sido aplazada. Y no dejó su canturreo al ver una tercera nota, en la que se avisaba de que todos los seminarios, citas y reuniones del profesor Stark quedaban cancelados hasta nuevo aviso. Finalmente, alargó la mano para alcanzar una nota doblada que estaba al final del casillero. La desdobló y leyó:
Lo siento. Stephanie Rogers.
Sin dejar de canturrear, se preguntó por qué el profesor le habría devuelto la nota que le dejó en la puerta del despacho. Pero su canturreo se detuvo en seco, igual que su corazón, al darle la vuelta al papel y ver lo siguiente:
Stark es un asno.
Durante una época de su vida, si hubiese tenido que enfrentarse a un acontecimiento tan embarazoso como ése, Stephanie se habría echado al suelo y habría adoptado una posición fetal, probablemente para siempre. Pero a los veintitrés años ya estaba hecha de otra pasta. Así que, en vez de quedarse frente a los buzones, contemplando cómo su breve carrera académica ardía y quedaba reducida a un montón de cenizas a sus pies, hizo rápidamente lo que había ido a hacer y regresó a casa. Una vez allí, e intentando no pensar en los asuntos académicos, hizo cuatro cosas: Primero, cogió un poco de dinero del fondo para emergencias que guardaba en una fiambrera debajo de la cama. Segundo, fue a la tienda de licores más cercana y compró una botella muy grande de tequila muy barato. Tercero, volvió a casa y escribió un largo y sentido mensaje de pésame para Virginia. Olvidó a propósito comentarle qué estaba haciendo y dónde estaba viviendo, y lo envió desde su cuenta de gmail en vez de desde su cuenta universitaria. Cuarto, se fue de compras. Esa última actividad era un desconsolado homenaje tanto a Virginia como a Anna, porque a ambas les encantaban las cosas caras. En realidad, Stephanie era demasiado pobre para ir de compras. Cuando se mudó a Selinsgrove y conoció a Virginia, durante su primer año de instituto, no podía permitirse comprarse nada. De la misma forma que tampoco podía permitírselo en esos momentos. Con la beca de estudios que le habían concedido, a duras penas llegaba a fin de mes y no podía trabajar para complementar sus ingresos, porque, como estadounidense con visado de estudios, eran muy pocas las tareas que podía realizar. Mientras paseaba lentamente frente a los bonitos escaparates de la calle Bloor, pensó en su vieja amiga y en su madre sustituta. Se paró delante del escaparate de PRADA recordando la única vez que había ido a comprar zapatos de marca con Virginia. Stephanie todavía conservaba esos zapatos negros de tacón de aguja guardados en una caja al fondo del armario. Sólo se los había puesto una vez: la noche en que descubrió que estaba siendo traicionada. Quiso destrozarlos, igual que había destrozado el vestido, pero no pudo. Los zapatos habían sido un regalo de bienvenida de Virginia, que no sabía qué iba a encontrarse ella en casa. Luego se detuvo una eternidad delante de la tienda CHANEL y lloró recordando a Anna. Recordó que siempre la recibía con una sonrisa y un abrazo cuando iba de visita. Recordó que, cuando su verdadera madre murió en trágicas circunstancias, Anna le dijo que la quería y que le encantaría ser su madre si a ella le apetecía. Y había sido una madre mucho mejor de lo que Sandra lo fue nunca, para vergüenza de Sandra y pena de Stephanie. Cuando se le agotaron las lágrimas y las tiendas cerraron, regresó a casa lentamente y empezó a torturarse diciéndose que había sido una mala hija adoptiva, un desastre de amiga y una boba insensible a la que no se le ocurría asegurarse de que un trozo de papel estaba en blanco antes de dejárselo firmado a una persona cuya querida madre acababa de morir. «¿Qué habrá pensado al ver la nota?» Más animada después de un chupito o dos o tres de tequila, Stephanie se permitió seguir haciéndose preguntas. «¿Qué debe de pensar de mí ahora?» Se planteó hacer el equipaje y coger el primer autobús que se dirigiera a Selinsgrove para no tener que enfrentarse a él. Se sentía avergonzada por no haberse dado cuenta de que Anthony Stark estaba hablando de Anna aquel horrible día al teléfono. Pero no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que el cáncer de ésta se hubiera reproducido. Y mucho menos que hubiera muerto. Aquel día estaba más preocupada por haber empezado su relación con El Profesor con tan mal pie. Su hostilidad la había pillado por sorpresa, pero todavía la había sorprendido más verlo llorar. En lo único que había podido pensar había sido en consolarlo. Esa idea se había impuesto a todas las demás y ni siquiera la había dejado preguntarse por la causa de su dolor. No había bastado con que acabaran de romperle el corazón con la noticia de que su madre había muerto sin haber podido despedirse de ella ni decirle que la quería. No había sido suficiente con que alguien, probablemente su hermano Rupert, hubiera discutido con él por no haber vuelto aún a casa. No. Cuando destrozado y llorando como un niño había abierto la puerta del despacho para irse corriendo al aeropuerto, se había encontrado con su nota de consuelo y con lo que James había escrito por el otro lado. «Estupendo.»
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EL INFIERNO DE ANTHONY
RomanceAdaptación de uno de mis autores favoritos, es una novela profunda y sugerente, llena de intriga seducción y perdón.