Caminaba por el bosque, descalza y con los los pies arrastrados, con sus botas sostenidas en una sola mano. La luz del alba había sido la encargada de que despertara aquella mañana; se había pasado toda la noche durmiendo en el suelo, entre aquellos árboles sombríos. Por el camino encontró un arroyo, se bañó en él a conciencia, sin importarle si se hacía daño en las zonas donde Shanks se le había restregado y dejado sus marcas; se hizo algunos arañazos, algunos moratones. No sé quitó los pendientes; aunque las ganas no le faltasen cada vez que cerraba los ojos y se imaginaba la lengua de ese pirata jugando con ellos, su aliento caliente y hediondo; no permitiría que el pelirrojo le dominara hasta tal punto.
Cuando salió del agua encontró su ropa donde la había dejado, sucia de su propio sudor, de tierra. Su camisa lucía una buena mancha de vino. Pensó en lavarla también, pero se le hacía tarde, y no quería que nadie en esa isla pensara que se escondía, que era un niño asustado.
Una vez vestido, se ajustó de nuevo sus espadas en el cinturón. Era la primera vez, desde la tarde anterior, que consciente de ellas. Las llevaba encima cuando Shanks le vino de frente, pero ni siquiera fue capaz pensar que su mano alcanzara una de las tres empuñaduras.
El sonido de roce de hojas le alertó. Se fijó en la foresta, entre los matorrales se ocultaba un humandril. Aquel animal no parecía con intención de un ataque, Zoro tampoco percibía el brillo de ningún arma blanca o cañón de pistola. Era como si sólo le observara. Se le revolvió el estómago. ¿Y si los simios habían visto lo ocurrido en el claro? ¿Y si se encontraba la misma escena imitada una y otra vez?
Se le dobló el estómago y calló de rodillas. No supo como no vómito. Recogió su botas y se alejó de ese lugar, el humandril no le siguió, ni apareció ningún otro de su especie.
–Llegas tarde.
Aquella voz le sobresaltó. Alzó su mirada con cautela hacia él. Sin darse cuenta había llegado al lugar donde siempre entrenaba con Mihawk. Éste se mantenía quieto, erguido, con los brazos cruzados delante del pecho y el dorado de su ojo izquierdo, el que no era tapado por el ala de su sombrero, clavado sobre el joven.
Zoro sentía que tragaba arena y esta pasaba por su esófago. Mihawk suspiró por la nariz, molesto, aunque la severidad de su voz no resultó tajante, ni tan soberbia como acostumbraba.
–¿Acaso no acordamos en que te presentarías aquí todas las mañanas antes que el sol?
Las pupilas del joven otearon su alrededor. Aquellos días atrás, ese sitio, había estado ocupado por los piratas de Shanks, por la fiesta que traían consigo, por ello Zoro se había retirado a otros sitios de la isla. No obstante, ese ese momento, sólo estaban Mihawk y él.
–Se marcharon anoche –le informó el mayor, cuando vio como miraba a un lado y a otro.
–¿Todos?
El halcón asintió, y al peliverde le costó entender el significado de ese asentimiento. Era como si Mihawk hubiese echado a Shanks. Era raro, todos esos días atrás reprimió aquel deseo de que le prestara atención a él, que largara al pelirrojo cuanto antes mejor; le era imposible sentir un mínimo de alivio, al contrario, sentía que le había hecho ceder ante una pataleta de niño pequeño.
–Pensaron que fui yo.
De nuevo, la voz del mayor le sorprendió. Mihawk siguió:
–Dieron por hecho que había sido yo el que le había dejado el ojo morado –su mirada de rapaz se dirigió hacia la costa–, por eso no pusieron muchas pegas al embarco. Él mismo no asimilaba que alguien tuviese un haki lo suficientemente perfeccionado como para liberarse de él a la mínima que se despistara.
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Una distracción
RomanceLaw se alió con el capitán de los Sombrero de Paja con el objetivo de derrotar Doflamingo. Sin embargo, en sus planes no entraban las miradas que se cruzaría con el espadachín de la banda. Zoro, por su parte, lidiaba con los recuerdos de los últimos...