Capítulo 4. En aquella playa.

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Las olas procedían en su calmado ritmo mientras el cirujano le mantenía la mirada al espadachín. El peliverde no tenía aquella frialdad ni arrogancia de su última conversación, su aura se mostraba serena, acorde con la melodía de aquella orilla, el delicado crepitar del fuego. Aún así, Law, se mantuvo alerta.

Casi le sobresalta la suavidad en la voz de Zoro. 

–Hola.

En una milésima de segundo se replanteó mil respuestas a ese saludo, al final:

–Hola.

–¿Vas...–empezó el peliverde, se rascó el tabique de la nariz– a quedarte ahí de pie toda la noche, mirándome como un búho?

Entendió aquello como una invitación, se atrevió, y sus pasos se acercaron a la hoguera. Una vez sentado, se creó otro corto rato en silencio.

–¿Qué traes ahí? –le preguntó el espadachín.

Se refería a la mochila. Law se la descolgó.

–Toma. Se empeñaron en darme avituallamiento para una semana. Supongo que ese es el tiempo a que están acostumbrados a que te pierdas.

–Yo no me pierdo.

–Claro, será por eso que llevo siguiendo tu rastro todo el día por los más estúpidos de los sitios de esta isla.

Con la escusa de la mochila, Zoro la agarró en un gruñido y le apartó su ojo sano para examinar el contenido, a Law le pareció ruborizado pero con la luz naranja de la hoguera en su cara era difícil estar seguro.

–Sí que ha aprovechado el espacio ese rubio pervertido –masculló mientras sacaba una fiambrera detrás de otra–. Oh –le brilló la expresión de alegría aniñada, había encontrado algunas botellas de ron–. ¿Has cargado con esto todo el día?

–No me han dejado opción –reconoció molesto.

El peliverde sacó parte de una tela, tiró de ella, era grande. Se levantó y terminó de extraerla. La desplegó ante Law.

–Creo que creían que nos íbamos de merienda campestre o algo.

–O algo. Ponla en el suelo, no me gusta estar sentado en la arena si lo puedo evitar.

Una vez extendida la tela colocaron las cosas sobre ellas: la mochila, las botellas, las fiambreras, las espadas. Ambos se sentaron, hombro con hombro, de cara a la hoguera, a la orilla y a la abertura de la cueva que daba al mar y a su horizonte. Law alzó la barbilla, hacia el tragaluz de aquel espacio, el cielo se mostraba cada vez más estrellado y menos rojizo sobre sus cabezas.

El peliverde alcanzó una de las fiambreras. El cirujano, con sus ojos escondidos tras la visera de su gorra, atendió a como comía, se quedó ensimismado con él. Zoro tomó una botella y la descorchó con los dientes, escupió el tapón y dio tres tragos seguidos. Exhaló un gutural.

–¿No vas a comer nada? –se limpió con la manga.

El de las ojeras reaccionó, de una manera un poco artificial recogió otra de las fiambreras. Entre los silencios tensos que le ponían nervioso y que no se alimentaba desde el desayuno, engulló deprisa; casi se atraganta, Zoro le pasó la botella de la que él mismo había bebido. El también exhaló tras los tragos. Oyó la risa del peliverde, no le preguntó que le hacía tanta gracia, no le miró cuando le devolvió la botella. Notaba calor en la cara, debía serla hoguera.

Terminaron, cada uno a su tiempo, aquella cena. Law sintió de nuevo que no había nada que evitara ese silencio incómodo.

Incómodo, repitió la palabra en su cabeza. ¿De verdad era incómodo? Vigiló al espadachín, éste, recostado, apoyaba su espalda sobre su codo izquierdo, su otra mano sostenía la botella de ron casi acabada. Bebió. Era posible que para él no fuese incómodo, qué la conversación de la pasada noche no tuviese a penas importancia. Quizás era eso, que no debería tenerla.

Una distracciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora