II

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Cuando Concepción tenía dieciocho años y anunció que quería dedicarse al arte, su padre no objetó, después de todo, una mujer tenía que encontrar algún quehacer que las distrajera mientras los hombres se dedicaban a ejercer profesiones reales. Concepción no dejó que esa anticuada idea le molestara, al final, ella podría estudiar aquello que más amaba y, lo más importante, a kilómetros de distancia.

     París se sintió como su verdadero hogar, pudo ser libre y ser ella misma. Se enamoró, también le rompieron el corazón y lo superó. La libertad de expresarse fue lo que más atesoró, pues cada emoción que experimentaba - ira, amor, tristeza, frustración - lo podía plasmar en un lienzo con trazos que reflejaban su ánimo. Tenía talento, tenía un propósito pero, al final, se percató que esa libertad estaba atada a un hilo que su padre terminaría por jalar para regresarla a su cruel realidad.

     Los López-Morton eran una familia acaudalada que poco a poco se fueron insertando en la política nacional y todas sus implicaciones, por lo tanto, se esperaba que fueran una familia ejemplar y, por supuesto, en este retrato no cabía una hija homosexual y, para evitar las habladurías, se decidió que Concepción se casara con algún hombre que estuviera dispuesto a soportar el peso de su rimbombante apellido.

     Aquel día fue uno de los más grises en la vida de Concepción, fue el día que le cortaron las alas de manera definitiva y la depresión fue tal que la talentosa artista perdió su inspiración; era como estar en una jaula desde la que se dedicó a contemplar una vida que no sólo se veía gris, sino que se sentía exactamente así, monótona y carente de emoción.


La rutina que la chica de gafas oscuras creó fue observada por Concepción con interés. Notó que el espresso cortado que siempre bebía lo dejaba enfriar por cinco minutos antes de darle el primer sorbo; cuando la mesera no le robaba la atención, solía leer en la tableta que siempre llevaba consigo mientras que las gafas oscuras a veces hacían su aparición y otras no, pero lo más importante para la galerista era que la morena había adquirido la costumbre de saludarle con un "buenas tardes" antes de sentarse en la mesa que, luego de dos semanas, tácitamente se había convertido en suya.

     Concepción estaba embelesada y en varias ocasiones se sorprendía a sí misma pensando en la morena, en si la vería esa tarde, en qué era lo que leía con tanta atención, en si tenía pareja o en si encontraba reconfortante ese café al igual que ella. Se negaba a pensar en que su fascinación se pudiera deber simplemente a cuán atractiva era aquella joven morena de barbilla partida pero ¿tendría algo de malo fascinarse con su belleza?

     Fue un lunes feriado cuando, mientras buscaba su encendedor, encontró una pluma fuente, un regalo que su hermana le había obsequiado sin una razón aparente algunos meses atrás. Algo en ella se sentía diferente y, sin pensarlo dos veces, tomó una servilleta de papel y comenzó a hacer trazos. Su mente entró en una clase de trance, se desconectó e ignoró todo lo que sucedía a su alrededor. No notó que ese día, el café llegó al máximo de su ocupación o que su bebida se había retrasado por la cantidad de comandas que los dos únicos meseros y la barista debían atender.

     Para Concepción, fue como respirar aire fresco luego de quince años y, cuando terminó su boceto, sintió que el corazón le daba un vuelco, pues ahí, en una simple servilleta de papel, se apreciaba a la joven que había estado ocupando sus pensamientos. Su cuerpo se orientaba al frente, a un horizonte en blanco, mientras que su rostro estaba girado, mirando directamente a su creadora.

     Ese dibujo de la chica de gafas de sol era el primero que hacía desde que su mundo se derrumbó...

     - Hola.

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