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Sería difícil imaginar un mundo que sólo se pudiera expresar en blanco, negro y gris; donde no se pudiera ver el azul del cielo, el verde del césped, el halo dorado de los rayos del sol o todos los matices que una sóla tintura pudiera poseer. Hacía años que el ser humano había perdido esa capacidad, años que habían dejado de buscar una razón o una cura; ahora las descripciones del color sólo quedaban en los vestigios literarios de antaño que la gente del hoy no comprendía pero la adaptación hizo un excelente trabajo pues la condición se aceptó, se interiorizó y no se cuestionó.

     No obstante, y a pesar de no ser capaz de apreciar el color que la vida ofrecía, Concepción López-Morton, al igual que muchas otras personas, lograba encontrar placeres sensoriales en pequeños paraísos ubicados en la gran Ciudad de México. Babylon Café era uno de ellos. Un establecimiento en la colonia Roma que había encontrado casi por accidente, quizás el lugar la encontró a ella - solía pensar - hacía ya casi dos años cuando se divorció; fue un espacio que resultó ser reconfortante por el sabor de su café recién tostado, por ser un lugar al aire libre donde la calidez del sol acariciaba su piel y donde los aromas herbales de las plantas y flores que colgaban de la pérgola de madera la envolvía en una clase de abrazo maternal.

     Probablemente esa fue la razón por la que Concepción regresaba asiduamente a Babylon cada tarde, dándole la oportunidad de ver ir y venir a meseros y baristas; reconocía a los clientes como ella, recurrentes que encontraban un espacio familiar en aquel lugar, y hallaba una distracción en aquellas caras ocasionales.

     Así fue como se creó una simple rutina, por las tardes caminaba de la galería de arte de la que era dueña hasta Babylon, bebía un café lungo, en ocasiones se fumaba un cigarrillo mientras dejaba que su mente se despejara y entonces regresaba a la galería con una actitud renovada.


Fue una tarde de noviembre cuando la rutina cambió. El clima era más frío de lo que Concepción podía recordar, augurando un invierno gélido. Los clientes del café preferían tomar sus bebidas en el interior del establecimiento, donde la calidez de las máquinas proporcionaban un ambiente más agradable pero la esbelta mujer tomó su usual asiento en el exterior; cruzó sus piernas con una clásica elegancia y esperó por su bebida. Inhaló con lentitud el frío aire y ese pequeño acto incomodó sus fosas nasales, razón por la cual, sacó la cigarrera de plata, herencia de su abuela materna, para finalmente encender un cigarrillo.

     La mesera apareció con su bebida pero no iba sola, sino que detrás de ella caminaba una chica alta y esbelta, de cabello largo y oscuro que el viento del otoño mecía con gracia; vestía jeans y mocasines oscuros, un blazer gris y una blusa de cuello alto, y cuando pasó frente a Concepción, ésta pudo apreciar un agradable perfume aun cuando el aroma a cigarrillo invadía su sentido del olfato.

-    Su café, señora López-Morton – dijo la mesera al mismo tiempo que colocaba la taza blanca frente a ella–. ¿Le puedo ofrecer algo más?

     La pregunta era hecha por mera cortesía, los empleados de Babylon sabían que la elegante mujer sólo iba por el café lungo y nunca ordenaba nada extra. Así que, cuando Concepción respondió que no, la mesera se retiró hacia la mesa recién ocupada por la joven chica.

-    Bienvenida a Babylon, ¿quieres que te deje la carta?

-    No es necesario, me gustaría ordenar el espresso cortado, por favor.

     La voz de la mujer era melódica, clara y se podía apreciar un ligero ronroneo que la volvía seductora, como un susurro envolvente. Concepción dirigió su vista hacia la otra mesa y no pudo evitar levantar una ceja cuestionante cuando vio que la mesera buscaba en su mandil una pequeña libreta y el bolígrafo para poder anotar la simple comanda mientras esbozaba una sonrisa coqueta. Era claro que se estaba tomando su tiempo, por lo que Concepción no pudo evitar dirigir su mirada hacia la cliente recién llegada.

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