IV

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En la inmensidad de un mundo gobernado por la uniformidad del negro, blanco y gris, en la que las personas habían aprendido y se habían adaptado a la situación e incluso negaban la posibilidad de recuperar eso que se les había robado, existían esos individuos que no pertenecían a la generalidad, personas que tenían el poder de observar el mundo en todo su esplendor, en todo su color; una moribunda población con la capacidad de ver el contraste de la vivacidad de la vida y la monotonía de la existencia humana expresada en cada objeto que les rodeaba - ropa, infraestructura, entretenimiento... todo en blanco, negro y gris.

A los tres años de edad, Dolores ignoraba que ella era parte de esta pequeña élite, después de todo, su mente infantil estaba llena de una infinita curiosidad expresada en innumerables preguntas que la mayoría de las veces no podían ser satisfechas por la simple razón de que lo que sus jóvenes ojos observaban no era igual a los que sus padres percibían.

Se pensó que era una etapa, que eventualmente Dolores comenzaría a contemplar el mundo como el resto de las personas pero la niña poseía un carácter necio y la frustración que sentía por la carencia de respuestas sólo avivó su deseo por entender su entorno. Fue su padre quien entendió que su hija era especial y, después de reflexionar las opciones, decidió llevar a Dolores con la única persona que le podía ayudar con su extraordinaria condición: la abuela de Dolores, también conocida como la ermitaña Milagros.

Nadie sabía a ciencia cierta la razón por la que Milagros había decidido aislarse de todos, incluida su propia familia; lo único que sabían era que, cuando el último de sus cinco hijos se casó, ella tomó sus cosas y se instaló en una vieja casa de madera cerca de la playa. Por supuesto que esa decisión había fracturado la relación con sus hijos, quienes raramente le visitaban pero el padre de Dolores, ignorando la animadversión que sentía por su propia madre, llevó a su hija ante su abuela con la esperanza de que pudiera guiarle.

Dolores podía recordar ese día con claridad; recordaba que el calor era sofocante y el sol brillaba tan intensamente que los rayos reflejados en el mar provocaron que sus ojos le incomodaran. Quizás esa era la razón por la que recordaba tan vívidamente ese primer encuentro con Milagros o quizá se debía a que su abuela, cuyo rostro era duro y autoritario, usaba un vestido que se asemejaba a las hojas de los árboles, mientras que sus ojos se escondían detrás de un objeto que jamás había visto en su corta vida.

La relación, en un principio, fue sinuosa; no obstante, el don que ambas compartían inevitablemente forjó un fuerte lazo emocional. Milagros aprendió a amar a su nieta y le ayudó a darle nombre a todo eso que no era blanco, negro y gris; le enseñó que el color no sólo era una cuestión física sino también emocional y sensorial.

– ¿Por qué sólo nosotras podemos ver los colores y otros no? –preguntó un día Dolores mientras ayudaba a su abuela a hacer la comida, oliendo los ingredientes con los ojos cerrados y repasando el color en su mente.

El único sonido que se podía escuchar era el del agua a punto de ebullición y el lejano sonido de las olas. El silencio del que fue presa Milagros obligó a la niña a mirar a su abuela, quien tenía puestos los ojos en el horizonte marino. Dolores tenía 9 años cuando hizo esa pregunta y, aunque era una niña, pudo ver la sombra de la tristeza en la mirada de su abuela.

– Hace muchos años, alguien me dijo que nadie nace con la incapacidad de ver sólo tres colores. Todos somos capaces de hacerlo pero llega un momento en el que permitimos que nuestra habilidad de apreciar el mundo tal y como es se nos sea arrebatada. Dejamos de observar para simplemente ver, dejamos de sentir para sólo existir–. La voz de Milagros era grave pero muy clara, la mayoría de la gente la consideraba autoritaria, pero Dolores se sentía reconfortada.

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