Dios creó a los humanos a su imagen y semejanza. Creó a las criaturas más imperfectamente perfectas de todos los universos, les otorgó el don de creer y el regalo del libre albedrío. Los amó desde su primer respiro y aun cuando ellos se equivocan, los apremia con la redención y el perdón. Pero ¿Es ese el mismo caso con los ángeles? No, lamentablemente no. Nosotros fuimos creados con el propósito de servir como su ejército divino, aquel que impondría el orden y llevaría la paz a cualquier lugar, costara lo que costara.
¿Qué ocurría con un ángel cuando este desobedecía alguna orden? La respuesta era simple: Castigo.
¿Qué ocurría con un ángel cuando este rompía alguna regla? La respuesta era dolorosa: Expulsión.
Y todos iban al mismo lugar. El infierno.
Cualquier ángel que osara romper el equilibrio o el propósito de nuestra creación, era inmediatamente castigado o, en su defecto, expulsado. Sus alas eran arrancadas y finalmente incineradas para impedir la regeneración y vuelta a su puesto original. La aureola característica de cada ángel, invisible por supuesto, pero palpable únicamente por su creador o su dueño, era destruida, quitándole así a cada ángel su divinidad. Por último, eran llevados al final del edén, un lugar abandonado y sombrío que aguardaba la entrada principal al inframundo, después de todo, el lugar fue creado para los ángeles caídos.
Una vez allí, su sentencia era repetida, esta vez de forma más dictatorial y, luego de la condena formal, eran arrojados al gran agujero que prometía una eternidad de dolor, angustia y sufrimiento. Por un momento tuve la esperanza de que mi condena fuera igual a las del resto de mis hermanos caídos. Incluso pensé que, pese a las circunstancias, al final me saldría con la mía. Pero no fue así. Padre fue más inteligente, más estratégico e hijo de puta.
Mi sentencia fue la más inusual de todos. Pero era obvio que así sería. ¿Cómo pude pretender ir al infierno si allí estaba él, uno de los siete príncipes del infierno, él, el placer encarnado y la razón principal de mi destierro. Asmodeo. Si padre me enviaba allí, lejos de castigarme, me estaría premiando. Aun así, fue una sorpresa para todos en aquel salón cuando padre anunció mi sentencia.
Él no me arrebató mis alas, ni mi aureola, ni mi divinidad. No me envió al infierno para sufrir el resto de mis días junto con mis hermanos. No. Él fue más astuto. Él me envió con los seres más inconformes de todos los universos. Me envió a la tierra, borró mis recuerdos y me hizo vivir como una humana una y otra vez, haciéndome reencarnar cada vez que mis recuerdos volvieran. Me hacía morir de la forma más violenta posible y luego, volvía a empezar nuevamente. Desde cero.
Y todo comenzó únicamente por querer tener ese mismo libre albedrío del que gozaban y malgastaban los humanos. Y no lo decía con rencor, sino con lástima. Tanto padre como mis hermanos pensaron que yo odiaba a esas criaturas, pero todos estaban lejos de la realidad. Yo no los odiaba, no realmente. Los envidiaba, sí. Porque ellos tenían lo que nosotros solo podíamos soñar: elección.
Ellos podían elegir si equivocarse o no, si creer en padre o no, si actuar o no. Podían pecar a su antojo y sucumbir a los más bajos deseos. Y si en algún momento se arrepentían, solo tenían que hablarle a padre y él les otorgaba el perdón divino. Eran bienvenidos al edén y garantizaban su vida eterna.
Yo siempre recalcaba esas características de ellos. Quizás por eso padre pensó que yo los odiaba, quizás por eso pensó que ir a la tierra sería el castigo perfecto para mí. Pero ni siquiera él, el todo poderoso, se esperó lo que depararía mi incierto futuro. Supongo que un ángel rebelde es todo, menos predecible.
Mi nombre.... Mi nombre es Yerathel. Y esta es mi historia.
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Al filo del abismo
SpiritualitéYerathel no era una mujer común. Desde que tiene memoria, ha tenido sueños totalmente extraños sobre una vida diferente a la suya, una que ni siquiera vivía en la tierra, sino en el Edén. Con cada sueño, ella aprende nuevas habilidades, mismas que...