3 - Un grano y un anillo

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Ivar

Me dije a mi mismo que no lo buscaría. ¿Y qué pasó? Mis piernas caminaron hasta el punto de encuentro, y cuando quise darme cuenta ya había abierto la boca y él estaba frente a mí.

Soy un fracaso en cuanto a mis limites.

Agradezco que Otto no hablé tanto, eso me facilita el no decir más tonterías.

¿Químico sin fórmulas? Me siento orgulloso por eso, no puedo negarlo. Pero también un tonto.

No debo jugar con Otto. No debo sonreirle de esa forma. No debo delatarme a mi mismo.

Me pongo tantas condiciones que a veces me pierdo.

Ridículo.

Me dispersé en cuanto llegué a mi aula. Hundí mi cerebro en las matemáticas, y mis resultados fueron exitosos.

Me gustan los números, aunque muchos los odien.

Incluso creo que, la persona que me maneja desde un universo paralelo, las detesta. Tanto que, proyecta sus deseos en mi, y me hace un genio de los cálculos.

Sí, mi mente ya empieza a divagar. Y mis ojos recaen en una cabellera rubia frente a mí. El profesor me está mirando, y creo que me dijo algo porque todos los ojos que yacen en ese compartimento de unos pocos metros cuadrados, se posan en mi.

Y provocan un sonrojo que me hace reír de los nervios.

Un bonito regaño por parte de ese señor y me retiro del lugar. Ya no podía concentrarme, no me apetecía seguir allí.

Me escapo, casi corriendo, como si alguien me estuviera persiguiendo. Mi cabeza palpita y mi respiración se agolpa.

El frío no ayuda, mi sudadera resulta inútil.

En un intento de encontrar algo de paz, me siento a las afueras del lugar, en un banco pequeño. Pocos minutos después, las voces llegan a mis oídos, y pienso en la posibilidad de ir con los chicos, pero no me levanto.

Apoyo mis codos en mis rodillas, escondo mi rostro entre mis palmas. Me siento agotado.

—¿Un mal día? —escucho a mi lado.

—¿Qué quieres, Otto?

No intento sonar agresivo, pero cuando lo observo, me doy cuenta de la hostilidad en mi voz. Él alza sus cejas y oprime sus labios.

—Ivar...

—Lo siento. —Suspiro.

Él no tiene la culpa de lo que me pasa.

Veo la sombra de una sonrisa en sus comisuras. Se acerca y me empuja débilmente para que le deje un lugar. Nuestras piernas están en contacto y eso me distrae.

Me irrita que tenga ese efecto en mi. ¿Acaso no es consciente de ello?

—¿Estás bien? —pregunta, intentando fijar sus ojos en los míos.

—Claro. Solo tuve un mal despertar.

Su sonrisa se amplia y niega con la cabeza.

—Hoy te veías más animado.

Un brillo en su mirada altera mis sentidos. Sonrío y para restarle importancia elevó mis hombros.

Utilizo un tono soberbio para hablar, prefiero pasar por alto ese escalofrío en mi nuca.

—Estaba contigo, me anima molestarte.

Otto arquea una ceja y luego choca su hombro contra el mio. Reímos por un segundo y ya me siento más relajado. Dejo de mover mi pie como si tuviera hormigas en él y resoplo, liberando ese aire que ardía en mis pulmones.

—Yo tampoco he dormido bien —comenta, sereno.

Saca una tableta de gomas de mascar. Me gusta como su ceño se frunce cuando no puede contra ese agujero en su bolsillo. Revela el dulce color rosado y luego me ofrece uno. Lo tomo y lo llevo a mis labios.

No pasa desapercibido el momento en el que él los observa y luego desvia la vista.

Yo hice lo mismo, pero soy mejor disimulando.

Ambos apestamos. Pero él es un desastre, yo solo soy malo.

—¿Otra vez? Ya van dos veces esta semana —digo, eludiendo ese gesto por su parte.

Quiero sonreír al haberlo pillado pero no lo hago.

—Ya me estoy acostumbrando.  Es lo que toca, ¿no?

—Supongo.

El silencio nos envuelve. Y me pregunto cómo llegó a encontrarme. Generalmente yo soy el que anda detrás de sus espaldas.

Nuestra amistad es algo peculiar.

Él me dice que soy como un grano en su frente, que le molesta que siempre esté ahí, pero que me echa de menos cuando desaparezco.

Por mi parte, lo califico como una especie de anillo. No me gusta como me queda, me lastima el dedo índice, pero se ve bonito cuando está ahí, e intento soportarlo a pesar de la comezón.

Poético.

Pierre estaría orgulloso.

¿Cómo supiste que estaba aquí?

Otto me mira a los ojos, me pone nervioso su expresión indescifrable. Sus iris son oscuros, no puedo distinguir sus pupilas. Y aunque me encantaría acercarme más, para poder delinear la extensión de éstas, no puedo.

A menos que él me lo permita. Y sé que no lo hará.

—Quería hablar contigo —dijo—. ¿Por qué faltas a los partidos de baloncesto?

Por tí, idiota.

Me abstengo a responder con la cruda realidad. Tampoco invento una excusa. Juego con mis ocurrencias.

Eso siempre funciona con él, porque se pica enseguida.

—¿Acaso extrañas a tu querido base?

Pone sus ojos en blanco al mencionarle mi posición en el juego.

—Eres insoportable.

Tiro de medio campo: Dos puntos.

—Un grano, ¿recuerdas?

—Y una piedra en mis zapatos.

Se levanta y yo lo imito. Rio por lo bajo, quedando a su lado mientras caminamos hacia el interior nuevamente.

—Tal vez no debas seguir preocupándote por eso —susurro para mi mismo.

Me observa de reojo algo confuso y huyo por segunda vez en el día.

De su mirada y de su lado.

Solo espero que haya creído mis pretextos baratos.

Arráncame esto que sientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora