Ivar
Lo dije.
No puedo creerlo. Le he dicho lo que me pasa, indirectamente, pero él lo entendió, lo sé, porque me mira incrédulo, y ya no me toca.
Otto tiene la mirada perdida a pesar de que se hospeda en mis ojos.
Quiero que la tierra me absorba, quiero desaparecer de mi propia casa. Por los nervios, no por pena. Porque me siento liberado, ese peso que llevaba encima, ya no está, y es aliviante.
Pasan los minutos, él se aleja un poco para caminar en círculos a lo largo de mi cuarto. Yo, estoy mudo, sin voz. Con mi corazón latiendo valiente y mis manos inquietas por la ansiedad.
Lo observo, y lo siento como antes, cuando él no me prestaba tanta atención, cuando no me perseguía como ahora.
Y no me miraba.
En esos días yo podía verlo con tranquilidad, pero ese sentimiento creció, y Otto cambió. De alguna forma, porque es él quien vino detrás de mi, y eso me reconforta.
Ahora si me mira.
Y no sé cómo tomarlo.
—Debo irme —dice, y me saca de mis pensamientos.
Pero esta vez soy yo quien no quiere que se marche.
Poso mi mano en su pecho y lo alejo, me opongo y me analiza, está confundido, su labio inferior tiembla.
¿Acaso...?
—¿No querías hablar? —interrogo, con determinación.
Suspira y lleva su mano a su cabello. Lo presiona con molestia.
—Ivar...
—No, cállate —ordeno, abrumado. Me cansan sus rodeos—. Ya está, te he dicho lo que me pasa, ¿contento? Tú lo buscaste.
—Pero yo... no...
—No querías saber que me gustas. —Niego, con una sonrisa amarga—. Ya lo sabias, solo que no querías aceptarlo.
—No, no lo sabía —confiesa, en voz baja.
—¿Estás seguro de eso? ¿Por qué otro motivo me alejaría de ti? No eres ingenuo, sino terco.
Un silencio nos envuelve, siento que él quiere decir mucha más de lo que sus palabras otorgan. Y yo me hallo con coraje, sin vergüenzas.
—No trates de culparme.
Su mirada se torno más oscura, su enfado brota, y no es por mi, es consigo mismo.
—No lo hago. —Alzo mis manos—. Solo digo la verdad.
El moreno se queda mirando a través de la ventana, yo me aparto y le dejo el camino libre. No quiero obligarlo a decirme qué piensa aunque me importa.
Necesito saber si, después de que cruce por esa puerta, me entenderá o se marchará.
En ambos casos me rompería el corazón.
Escucho sus pasos, cierro mis ojos con fuerza para ahuyentar mis lágrimas. Se está yendo, la brisa que se cuela por el pasillo me lo confirma.
Sin embargo, no es tan frío como parece. Y siento unas manos sobre mi mejilla húmeda. No me atrevo a verlo, me da miedo el rechazo.
—No llores —pide, con su voz rota.
Abro mis ojos de repente, toda esa fuerza se esfumó. Y todo, al darme cuenta, de que Otto está llorando.
Esto es surrealista.
—Ivar, no llores.
Sonrio, no sé por qué lo hago. Supongo que es mejor afrontar la tristeza con la cabeza en alto. O porque me gusta que siempre diga mi nombre, y más aún, si es con un cariño como el que sus iris me gritan.
—No te creas tan importante, estúpido.
El morocho ríe, ríe con ternura, y yo lo acompaño. Pero me hielo cuando sus dedos se deslizan en mi rostro, acariciándome con timidez.
Lo miro con el ceño fruncido, estamos a la misma altura, a unos metros de distancia. Ya no siento nada, y a la vez, siento mucho.
Es extraño.
Y no me gusta. Me asusta.
—No puedo evitarlo, lo siento.
—No lo digas.
Niego con la cabeza.
—Arráncame esto que siento, Otto. No hay otra forma de que pueda olvidarte. Solo debes lastimarme.
—No.
—Por favor. No quiero sentirme así.
Duda ante lo que digo. Y yo miento, porque es mejor ocultar que quiero besarlo, y cambiar mis deseos por la necesidad de sentirme vacío.
—¿Por qué no?
—Regla número uno: No te enamores de un amigo.
Sonrío, al recordarlo. Otto muerde su labio inferior y se aparta. Ya no hay contacto entre nosotros pero sigo sintiéndolo.
Su respiración recae en mi rostro, lo noto acelerado.
—Nos vemos mañana, Ivar —dice, haciendo caso a mi petición.
Asiento, algo más sereno. Agradezco que me tome en cuenta, en este momento quiero estar solo.
No quiero influir en su próxima decisión.
Estoy a punto de respirar para recobrar el aire en mis pulmones, cuando lo oigo gritar desde la lejanía.
—Te espero en esa esquina, no quiero perderme.
Rio, y noto como corre por las escaleras.
Parece un roedor, y yo soy la presa que se ha encariñado con su torpeza. Porque percibo en sus palabras, algo de doble sentido.
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Arráncame esto que siento
RomanceA Ivar le encanta ese cabello blanco, pero Otto se lo cambió de color. ¿Hará lo mismo con él, si le dice que le gusta su rostro? -Historia corta-.