Parte 6 Las vías

16 2 0
                                    


El frío invierno caía crudamente en el mes de julio, las escarchas achicharraban la escasa vegetación, la llanura se extendía como una alfombra marrón entre estáticas siluetas de aromos que formaban pequeños bosquecitos. A esas horas de la noche, una espesa bruma cubría la superficie; como una bocanada de humo lanzado por un pulmón gigantesco. Los árboles desaparecían en la oscuridad por algunos instantes, pero luego, cuando todo parecía aclararse, emergían y quedaban como extraños y amorfos reflejos contrastando con la lóbrega noche que parecía alejarlos a cientos de metros.

El puesto de guardia se encontraba alejado del cuartel, en un vértice del predio, teniendo como estricta consigna custodiar las alambradas que delimitaban con las vías. Su estructura estaba compuesta sólo por cuatro paredes de cemento, una pequeña puerta y una abertura horizontal de unos pocos centímetros a la altura de los ojos. Al lado, una baja empalizada con una pequeña estática, ligeramente corroída, apenas dejaba leer la leyenda: "SECTOR MILITAR", y a unos pocos metros, en una superficie medianamente elevada, estaban las vías del tren: dormidas, inertes, congeladas sobre los durmientes y cantos rodados. En las estaciones de ese ramal, el dolor o la alegría llegaban tres veces a la semana.

El hombre de guardia se levantó del pequeño banquillo se ajustó su cinturón atestado de cargadores, cruzó la correa del viejo fusil por su hombro izquierdo y aferró la fría madera entre sus brazos, como si acunara a un niño, y tras observar por la abertura y sentir el aire frío e irritante en sus ojos, contempló su reloj y comprobó que aún faltaban dos cuartos de hora para ser relevado. Suficiente tiempo para que la pesadez del sueño se incrementara; empero, fiel a su deber, continuó expectante.

A poca distancia del lugar, atravesando todo el perímetro de alambradas, se encontraba una vieja cantina; allí la vida transcurría más placentera.

Un sargento ingresó pasada la medianoche y se ubicó en una de las mesas más alejadas.

Mayor, ¿me sirve un trago?

—¿Cómo lo quiere? —preguntó el cantinero.

—Como siempre, Mayor, bien fuerte —dijo y luego agregó—: a ver si puedo olvidarme de estos recuerdos que me agobian.

—Para eso tómese fuego, Sargento —le respondió el cantinero, mientras giraba su pesado abdomen hacia la estantería.

Se llamaba Miguel y había llegado a la Argentina cuando España ardía en llamas por la guerra civil; fue un superviviente de la destrucción de Guernica. Luego, cuando se incorporó a los grupos de defensa de los pueblos Vascos, le hizo la guerra a Franco clandestinamente. Pero sucedió que su familia fue cruelmente arrasada por la furia salvaje de los nacionalistas, coronada con los fusilamientos de Víznar en donde los olivares entristecieron escribiendo versos con sangre. Pero no quiso ser de los que escapaban a Francia, a pesar de que la frontera estaba muy cercana, ya que desde allí, indefectiblemente, continuaría viendo el desangrar de su pueblo. Entonces decidió emigrar a los confines del mundo. Así fue que llegó un día a la Argentina y se radicó definitivamente.

La cantina, que era de su propiedad, permanecía abierta todas las noches y se hallaba ubicada muy próximo al viejo cuartel. Una carretera de amplias banquinas pasaba frente a sus ventanales, y más adelante, aunque a pocos metros, donde el asfalto comenzaba a hacer una curva amplia, justo allí estaba la estación de servicios; y del lado opuesto, con vereda destruida y tejado descolorido, un abacería, que abría puntualmente su puerta todos los días a las seis en punto.

Habrían pasado diez minutos en la cantina cuando el chirrido de las bisagras denunció la llegada de alguien, quien, tras saludar al cantinero con simpatía, se dirigió hacia una mesa ocupada.

Secretos...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora