Parte 8 Corazón mío

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Se habían conocido un día de verano allá por 1989 en un hotel de la calle Balcarce, cuando el sol lastimaba la piel y obligaba a plegar las persianas por completo; luego el aire haría lo suyo transitando por aberturas simétricas y frescas. A través de ellas el panorama era de cemento gris, sólo algunos maceteros con escasas flores daban señal de naturaleza viva, cuyas hojas verdes caían como cabelleras desde los marcos de aluminio hacia los pisos de abajo. Arriba, coronando los patios que semejaban bases de prismas, asomaban retazos de cielo azul. Todo se mecía soñoliento bajo el sol abrasador de ese verano.

Aquella siesta, una melodía electrizante transitó por los pasillos y aberturas haciendo que el joven apagara el televisor y se acercara de inmediato a la ventana; la música venía de una que tenía levantada la persiana y abierto de par en par los vidrios. ¡Vaya!, en su interior, el cuerpo de una chica rubia parecía dislocado al compás de la ensordecedora melodía. Su cuerpo irradiaba atención con sólo verlo. Estaba como en otro mundo.

No la conocía. Hacía muy poco tiempo que esa habitación se había alquilado, pero quien estaba allí bailando con semejante volumen, merecía todo el perdón del mundo. Se quedó mirándola, luego dibujó una sonrisa y corrió las hojas de la ventana. La música disminuyó levemente.

—¡Qué hermosa es! —musitó para sí.

Acercó el cenicero a la cabecera de su cama, encendió un cigarrillo y quedó en silencio observando la puerta entreabierta. Al rato escuchó que alguien decía:

—¡Ascensor! ¡Ascensor!

Luego se oyó el rechinar de los cables deslizándose perezosamente por el perímetro oscuro y enmugrecido del elevador.

A la mañana siguiente, muy temprano, la luz de la habitación de la joven se encendía y luego se oían sus pasos por el pasillo con dirección al baño. Tras regresar peinaba sus cabellos rubios frente al espejo, casi oculto por banderines y pósteres. Bebía un té a la ligera y luego con sus libros y carpetas ganaba la calle. Y tras ella el joven, con su agenda y sus cigarrillos. Afuera, la mañana asomaba calurosa.

Camino al trabajo sólo pensaba en ella. "¿Dónde estudiará?", se preguntaba a cada instante y no lograba concentrarse en otra cosa que no fuera en su mágica figura. Al mediodía, no bien llegaba del trabajo, lo primero que hacía era correr la persiana y asomarse a ver si la veía. Pero sólo hallaba la transparencia de las largas cortinas blancas. Hasta que un día la decepción lo llevó a exclamar:

—¡No está! ¡Dios mío! ¿A qué hora vendrá?

Contrariado por la mala suerte, dejó su ventana abierta, se sirvió un vaso con agua y al instante de beberlo sus ojos se clavaron en la pared. Alejó el cristal de su boca, pero su mente naufragaba con ella en cualquier lugar que estuviese. El agua fría, incolora, licuaba el sabor imaginado a miel. Se recostó en la cama, el aire pasaba por el primer piso, suave, fresco y extrañamente los cuatro pisos del edificio se encontraban en absoluto silencio. Más tarde, el sonar de su despertador lo sobresaltó rescatándolo de un pesado sueño; y hasta allí creyó verla, inclinada sobre la almohada despertándolo. Pero no, la esfera neutra del reloj en nada se asemejaba a los matices juveniles de ese rostro añorado. Recordó haberlo puesto a las diecisiete. Lo tomó con cuidado y acalló de una el tortuoso timbre.

Con la pereza de una mala siesta, recogió la toalla y fue hacia el baño, cuando imprevistamente, al girar por el pasillo, su cuerpo chocó con el de la joven.

—¡Disculpame! —le dijo sobresaltado, extendiéndole timoratamente la mano.

—¡No! ¡No es nada! —respondió la joven, parada frente a él con una ligera sonrisa.

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