Parte 9 En una esquina de Montserrat

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—¡Sopaaaa!

Escuché al pasar junto la planta de gomero, giré la vista y lo vi.

—¡Sopa! ¿Cómo andás?

—Con mucho sueño, hermano —me respondió, sentado sobre unos cartones, luego, incorporándose pesadamente y observándome el reloj, preguntó:

—¿Qué hora tenés?

—Van a ser las siete —le respondí luego de que bostezara y diera señal de despabilarse.

—¡Che, qué bárbaro! Estoy todo endurecido —dijo, luego levantó sus brazos como un pesista y comenzó a girar el torso de un lado al otro.

La fría playa de estacionamiento, oscura y vacía, enseñaba su perímetro entre paredes adyacentes de altos edificios y una franja de césped que costeaba un bajo muro por Venezuela y Balcarce, que junto a la planta de gomero que crecía a un costado de la entrada, conformaban los únicos matices verdes que enmarcaban parte de ese rectángulo de cemento calvo.

"Sopa" —que así solemos llamarle en el barrio— se desperezó y luego acomodó, en el rincón que hacían la pared del garito y el pequeño muro, los cartones y trapos que usaba cuando se tiraba a la intemperie. Luego, tras acomodar los huesos de su enflaquecido cuerpo, arrinconó junto al resto de trastos las dos botellas de vino consumidas durante la noche. Observé su aspecto: más desaliñado que otras veces producto de una espesa barba casi completamente blanca. Pero él parecía ajeno a cualquier mirada minuciosa que se le hiciera. Me clavó los ojos y aseveró:

—Hermano, me llevé una mama anoche —y luego, como consolándose, agregó—: ¿Y qué vamos a hacer?, la vida es así, ¿no te parece?

Su aliento agrio denotaba el alcohol bebido y eso que era nada más que las siete de la mañana.

—¿Tenés cigarros? —me preguntó luego, a sabiendas.

Saqué un L&M y se lo di.

—Gracias, hermano —me dijo complacido.

—Nos vemos, Sopa —le dije en la despedida luego de la breve charla—, no quiero llegar tarde a mi trabajo.

Las veredas de la ciudad parecían bombardeadas, los empleados telefónicos habían dejado grandes aberturas; pero nada de esto podía quitarme la admiración que sentía por el barrio. Montserrat, al amanecer, dejaba resplandecer sus cúpulas y campanarios y muy temprano, antes de que mi despertador sonara, ya se podía escuchar las bocinas de los barcos aproximándose a puerto; en contrapunto con las sirenas de las fábricas que para las seis en punto llamaban a los operarios. Aunque en la ciudad, que comenzaba a despertarse, nada era más agradable que escuchar el gorjeo de los gorriones y el señorial tenor de los zorzales que, como escenarios, preferían las copas de los plátanos o el cortinal tupido de los fresnos. Se despertaba la Reina del Plata, remoloneando entre el vértigo y la melancolía, incitada por la tibieza de los primeros rayos de sol.

Durante el trayecto a mi trabajo recordé lo que siempre suele decir Sopa: "Hermano, no te calentés, si sos rico tu mujer te pide que le des plata para la peluquería, que quiere vestidos nuevos todos los meses, que quiere lifting para las arrugas, que está gordita y quiere levantar el culo dándole a los pedales, ¡eh! ¡Qué sé yo! Que aeróbic, que gimnasia jazz. ¡Ya me tiene harto la moda! ¿Y los hijos? ¡Eh, otros más! Que quieren plata para debutar con sus novias, que les pagues las canchas de paddle, que les fue mal en los estudios ¡Y dale que va! ¿Y quién carga con todo eso? ¡El hombre de la casa! No, hermano, la vida hay que vivirla. Yo no quiero problemas de ningún tipo, me da lo mismo radicales que peronistas".

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