Parte 7 El llanto de la "Negra"

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Restaban quince minutos para la medianoche. La calle me mostraba su cara de gris invierno con una llovizna persistente que golpeaba. La Buenos Aires nocturna juntaba barras en las esquinas ante las luces tenues de los faroles que consumían su alcohol, igual a los hombres acodados en los mostradores. Noche de cabaret y tragos. Balcarce y México —mi esquina— me enseñaba el cartel del café que había visto mis penas y mis desvelos; allí donde la "Negra" hacía sus escapadas para consumir los últimos de mis cigarrillos.

Garuaba y las partículas, emponzoñadas, perforaban la noche oscura, laminaban a las encarnadas madreselvas que se descolgaban como cabelleras desde los balcones; en tanto que abajo, las baldosas desgastadas, opacas, ansiaban el restregar de las escobas.

Me cubrí el cuello con la bufanda y enfundé mis manos en mis bolsillos, luego palpé la empuñadura fría de la navaja que descansaba junto a un par de billetes. Fue entonces cuando vi los tres coches y las miradas rígidas de quienes custodiaban al hombre que iba a morir. Presagié la muerte, traicionera, artera, que esperaba a metros frente a la brillantez de los adoquines y la mugre repugnante de las veredas. Pero ella, la Negra, evitando resbalarse y caerse al piso, intentó prevenirlo subiéndose al estribo del coche; pero tuvo que soportar un empellón que hizo que sus caderas, indefectiblemente, rebotaran contra los adoquines. Sus labios rojos temblaron y la pintura de sus párpados corrió por sus mejillas como dos líneas de sangre azulejadas. Oportunidad en que escuché sus gritos que sentenciaban desesperadamente:

—¡Van a matarte! ¡Van a matarte!

Sentí pena por ella; al fin veía llorar a una prostituta.

Apoyó su rostro sobre el piso y quedó observando los faros rojos de los coches que se perdían en la niebla. En tanto en la confluencia de Chile y Balcarce, frente al Café Valentino, ya se iban reuniendo curiosos en las aceras, así como en los balcones de los conventillos en donde las puertas chirriaban al compás del chusmerío que se atestaba a observar.

Los coches avanzaban a pasos de hombre y en la esquina un farol dejó brillar los cañones oscuros de una escopeta que apuntaba. Sus dos esferas negras centraron el pecho de quien se acercaba a la muerte. El destino de los hombres en circunstancias dependía de una fracción de segundo. En fin, una quimera, o un ínfimo tiempo entre la vida y la muerte.

Los perdigones salieron al tiempo que quien mataba se moría aplastado por los coches entre las vías inertes del tranvía que ya se alejaba del bajo.

Sonaba un tango en el cabaret, insinuaba consolar el llanto de la Negra; sin embargo, Buenos Aires, impredecible así como nostálgica, con guapos y barras malquistadas o en disputas, dejaba víctimas en sus empedrados.

Pensé en aquellos tiempos al tocar el cordón que me impedía el paso. La noche calurosa contrastaba con el invierno creado por las autobombas. Avancé hasta el tranvía que hacía descansar su nostalgia ya fuera de escenas y observé los hierros corroídos por el óxido; inexorablemente consecuente con el paso del tiempo.

Los camiones que habían invadido las calles periféricas, eran talleres sofisticados donde se armaban maniquíes de yeso y telgopor; se podían ver rígidos frac y pelucas engominadas. Felicité a la actriz que había fingido un dolor de escena y a los recientes muertos que, con una sonrisa, comenzaban a chocar sus copas en un brindis. Observé los Ford A estacionados frente al café concert Fueye; sus rayos de madera y el luto de sus colores hacían revivir viejas postales. Antípodas con los de frente a Taconeando; autos últimos modelos que se estacionaban para la última función de la noche. El Café Valentino ostentaba gallardamente una fachada típica del novecientos, pero no era más que una esquina maquillada que ocultaba hardware de computadoras de una compañía distribuidora en Buenos Aires.

En un garaje convertido en restaurante, el director hacía gala de su extravagancia: su saco rojo contrastaba con la noche lúgubre y el humo de su puro impregnaba cuántos viejos recuerdos. El barrio había sentido por un momento el frío invierno de otra época; incluso el mismo dolor y todo por la magia de unos artistas.

Saqué un cigarrillo y lo encendí, complacido por haber vestido aquel atuendo de nostalgia y por haberme incorporarme así, aunque fuera por algunos instantes, a la escena. Y créanme que, mientras desandaba el empedrado, pensé que lo único difícil de olvidar habría de ser el llanto de la Negra, puesto que muchas lágrimas similares seguirían, seguramente, derramándose en Buenos Aires a pesar del paso del tiempo.

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