Parte 10 Fosas oscuras

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Aquel hombre había llegado al barrio en busca de trabajo y la colonia le era favorable en esa estación del año; las plantaciones, rebosantes de frutas, requerían de una buena peonada. Los quinteros llamaban al trabajo y quienes se presentaban eran aceptados rápidamente, aunque con sueldos magros y sin aportes patronales ya que serían temporarios. Pero éstos aceptaban sin mayores averiguaciones puesto que la necesidad era grande y no podían rechazar nada que se les ofreciera.

La colonia ofrecía su cordialidad sin reparar absolutamente en nada; les ofrecía su corazón en toda su magnitud haciéndoles sentir igual a cualquier vecino. Ésta, la de la buena bondad, no es sino una actitud típica que caracteriza a los del interior ya que no en todos lugares sucede.

Pero el temor de los últimos tiempos les fue cambiando la costumbre; cada vez era más frecuente oír, de boca en boca, sobre la llegada de algún desconocido, pero con una salvedad: sólo si merecían alguna desconfianza prosperaban dichos comentarios. Ahora bien, la desconfianza se fundaba sobre aquellas figuras cuyos aspectos parecían turbios, enfundadas en remiendos y de andar cansinos que de vez en cuando aparecían surcando las calles polvorientas. En fin, ingratas sorpresas para quienes los hallaban durmiendo plácidamente bajo desechos sombreros, en galpones, gallineros o en cualquier lugar que diera descanso a sus vagabundeos.

La colonia era extensa, con calles solitarias, aunque en periodo escolar surcadas por chicos que desde los cuatro puntos cardinales se dirigían hacia las escuelas. Pero las madres, precaviéndose, daban sermones a sus chicos evitando algún contacto con aquellos. En tanto los pequeños, temerosos, aplacaban toda travesura, incluso hasta dormían la siesta en un total acuerdo y siempre pendientes de las faldas de sus madres.

Estas almas, cuando frecuentaban la colonia, pasaban por las calles como una sombra, algunos confundidos por la triste enajenación y otros vaya a saber uno por qué ignota razón. ¿Pero quién no ha sentido compasión al chocar alguna vez con esos ojos esquivos, opacos e idos? ¿Quién no ha sentido congoja al verlos vacíos de razonamiento? A menudo uno se preguntaba sobre las causas, pero eran tan difíciles las respuestas; tal vez los kilómetros andados hubieran podido responder por ellos.

El mundo, en sus antípodas, permite transitar por lo cuerdo y la locura, por lo que ¿quién no ha tenido alguna vez algún momento de enajenación? Alguna vez hemos bajado la vista y sólo hemos hallado fosas oscuras. En consecuencia, nadie debe creerse exento, en el buen sentido, en un mundo tan alocado. Basta entonces con preguntarnos: ¿Habremos de vivir lúcidos o transitaremos por las calles de Dios a expensas de algún desequilibrio o desconcierto?

El hombre era alto, de mirada aguda, profunda; sus ojos negros brillaban excitados por el alcohol. Llevaba un sombrero de paja de copa baja y ala ancha y con el barbijo anudado por debajo de la barbilla. En su rostro delgado y oscuro, le resaltaba una prominente nariz aguileña, lo que parecía achicarle la boca casi oculta por un espeso bigote negro que le caía sobre las comisuras de sus labios. Su cuerpo espigado, descarnado, demostraba una piel curtida; típica de los trabajadores del norte. Usaba una camisa marrón y un pantalón del mismo tono, con unas bota mangas arremangadas y unos viejos mocasines negros que a través de la suela descosida se le podían ver los dedos encallecidos. Allí estaba, casi solitario, pero expectante a cualquier palabra que pudiera dirigírsele. Su aspecto y personalidad no ofrecía ninguna desconfianza, sólo su rostro era desconocido. Algunos fueron arrimándosele haciéndole comentarios y él se esmeraba por responderles con amabilidad.

Se jugaba al truco en grupos de cuatro. El jarro de vino, tras cada ronda, circulaba sin demora humedeciéndoles las manos. Próximo al clímax del juego reinaba el silencio para luego estallar en carcajadas de triunfos. Cuando comenzaba a barajarse para una nueva partida, algunos se levantaban para hacer un giro y volver a sentarse o bien para ir a orinar tras algún naranjo. En fin, los almacenes cobraban vida los fines de semana.

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