—¿Me podés decir, eso es verdad, existe?
—Y mirá... yo creo que en estos tiempos el error es ser incrédulo —le dije y él me contestó mientras se abrochaba su campera de jean:
—Algo debe haber, ese muchacho no parecía humano.
Lo observé detenidamente y le noté una ligera excitación; se movía fastidioso en la silla de aquel bar. Habíamos terminado de beber la primera cerveza y acabábamos de pedir otra.
En el local, ubicado en la zona oeste del gran Buenos Aires, era constante el entrar y salir de personas ya que la llegada continua de los trenes acarreando a la gran cantidad de gente que volvía del centro abarrotaba el bar que se constituía como última parada antes de llegar a los hogares; en el rostro de cada uno podía observarse el cansancio, producto inocultable de la preocupación cotidiana. Cruzando un predio de vías y al final de un angosto pasillo que bordeaba un corralón, también una pequeña cantina mantenía sus persianas abiertas durante las veinticuatro horas. Allí se reunían bebedores de paso y algunos empedernidos, eternos, puesto que podía vérseles durante horas y horas acodados frente a las copas. Las butacas siempre estaban usadas por hombres que bebían en silencio, que ocultaban sus rostros frente al humo de los cigarrillos; algunos dejaban hasta las últimas monedas antes de caerse exhaustos de ebriedad, huyendo quizá de sus angustias. En fin, vaya uno a saber.
Observé a Carlos que miraba a la distancia y deduje que estaba reviviendo algo que lo perturbaba y necesitaba decírmelo, entonces le dije:
—Che, ¿por qué esa pregunta?
Pareció despertarse. Se acomodó en la silla y dijo:
—Hace tiempo que sucedió, pero todavía no puedo olvidarlo.
Parecía costarle hablar, era evidente, pero al final habló y tras cada palabra percibí el desahogo que le producía el hacerlo.
—Aquel día yo estaba en el taller, habrá sido alrededor de las trece cuando escuché el marchar de ese auto, y me dije: ¡"Lito"! ¡Éste se mata! Era inconfundible el marchar de su Chevy, además, su manera de conducirlo. Lito era un loco, un... no sé, inconsciente. Estimé que estaría borracho o un poco dado vuelta, viste, él se picaba.
Luego de decirme esto calló. Le llené el vaso de cerveza al que lo mantuvo por un largo instante entre sus manos y luego lo tomó casi de un sorbo.
—Pobre Lito—balbució, entonces aproveché para invitarlo con un cigarrillo—. Venía zigzagueando como un loco. Creo haberle dicho a la flaca que si seguía así se iba a matar seguro.
Me llenó de intriga y no dejé un instante de observarlo; tenía certeza de que era algo importante lo que quería decirme y no me equivoqué.
En ese instante, afuera, los vendedores callejeros desarmaban sus campamentos. La precariedad de las instalaciones y el bajo nivel de los productos a vender quedaban en evidencias, pues lo único llamativo era el color de las baratijas que exhibían, provenientes en su mayoría de países asiáticos. Los estantes, y hablando de los mejores conformados, no eran más que estibas de cajones de manzanas. Los ajíes y limones se mezclaban con todo tipo de prendas íntimas extendidas sobre las bolsas de harina. En realidad, si algo había para rescatar de todo lo que allí se vendía, eran algunos abanicos ya que resaltaban en ellos bellos paisajes de templos chinos o coreanos. Pero la carencia hacía que todo fuera a la misma bolsa a la hora de recogerlos, y allí la indigencia mostraba la más profunda ordinariez. La escasa pulcritud alarmaba y más teniendo en cuenta que al otro día volvería a vérselos con esos mismos productos. Cuando todo estaba levantado se apiñaban en las paradas de los colectivos haciendo colas interminables. Las míseras monedas eran escasas frente tanto sacrificio, pero era lo único que les aseguraba una mínima supervivencia. Pero así vivían, excluidos de la opulencia y ostentación de otros, ajenos de culpas, luchando, sacrificándose hasta más no poder. Aunque dicha realidad era minimizada por aquellos que vivían en las antípodas, usando anteojeras y siempre ligeros en filosofar; ésos hablaban simplemente de holgazanería, sin embargo, no era más que una consecuencia injusta, arbitraria, de quienes parecían tener el derecho a enriquecerse a costillas de muchos. Tal vez debía hacerse hincapié en la obsecuencia de ciertos funcionarios quienes debían abocarse a solucionar dicha disparidad, que por cierto nos empequeñecía haciéndonos indigno como sociedad.
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Secretos...
Short StoryNarraciones y cuentos que transitan por los senderos de la mente, donde las imaginaciones se constituyen en fundamentales aliadas para que, al fin y al cabo, puedan descubrirse los: "Secretos..."