El tiempo. Infinito. Longevo. Corto. Escaso. Duradero. Exacto. Definido. Altera, pero no se deja a sí mismo modificar. Inalterable.
Luego estaba Reus. Que rompía absolutamente todos los esquemas preestablecidos sobre ello.
Siempre tuve la extraña sensación de que algo a mi alrededor no terminaba de encajar en los últimos días que, ahora sabía, había revivido una y otra vez. Y en mí misma, menos.
Si me preguntaran en una encuesta como me veía, siempre me definiría como alguien abocada a engordar y adelgazar cada cierto tiempo; la dinámica era la siguiente: Primero comía felizmente, ni mucho ni poco, y, con el tiempo, me di cuenta de que mi metabolismo era más bien...Estúpido. Vago. Lento. Así que me pongo en serio una temporada. Me controlo. Y después...me harto. Y vuelvo a engordar. Y, al cabo de un tiempo, me vuelvo a preocupar...y adelgazo. Así una y otra vez.
La cuestión era que, mi peso actual se desmadraba esta vez. Yo nunca hubiera dejado que la báscula la liase tanto. Hubiese tenido mucho antes mi período de sentirme culpable y adelgazar...Pero claro...nunca llegaba a él porque no me acordaba de lo anterior.... Ahora todo tenía sentido.
-Así que, en resumen, la culpa de que haya engordado...es vuestra- Señalé de forma acusadora a partes iguales a Kamal, Axel y Reus-
Pero lo curioso del término tiempo, es, que sólo tiene poder cuándo nos acordamos de él, cuándo lo contamos, cuándo lo notamos. Cuando sabemos que ha pasado demasiado rápido y ya nunca vamos a volver atrás.
Una mesa de piedra y hierro elegantemente formada con silueta de champiñón. Situada entre nosotros cuatro. En el patio de la casa de Axel. Una bandeja entera de comida frente a mi sitio. Las risas de Reus sobre mi comentario incriminatorio. Las miradas de camaradería entre Kamal y Axel. Esto...ya lo he vivido...
Y de golpe, un recuerdo. El primero de todos.
Mi gato. Mi estúpido gato. Escapándose por la puerta a medio abrir de mi casa. Yo corriendo. Tras él. Le quería. Pero sobre todo...era dinero. Una raza de gato Onyx en color negro con reminiscencias egipcias es lo que tiene. Que cuesta un pastón. Pero yo llevaba encaprichada de ese bicho desde que tuve conciencia que existían. Y tenía que ser mío. Y la tienda de animales de la esquina se alegró de ello. Más que yo. Eso, seguro.
Lo que nadie me dijo, es que susodicho animal tenía obsesión por las cosas dulces. Y por la coca-cola. Se volvía loco cuando la tomaba. Pero más loco aún cuando no le dejaba hacerlo. Y corría y corría.
Perla por fin paró frente a la terraza de un bar. Las sillas de hierro plata brillaban con el sol del verano asfixiante de Madrid, y ardían. O al menos las que estaban vacías. Y Perla se percató de ello demasiado tarde al acoplarse en una de ellas, cesando su carrera. Se quemó. Lo que le hizo saltar. De forma histérica. Hacia la cabeza de una chica.
-¡Ahhgggggg!. ¡Maldito gato!
La chica, alta y pelirroja se volvió loca en menos de dos minutos, intentando atrapar a la bola anoréxica que era mi gato y tirando de él hacia arriba lejos de su melena, por todos los medios, para sacarle de su cabeza. Y Perla maullaba como todo buen gato. Y se negaba a irse de allí. Como el animal cabezón que era.
Mientras tanto, el chico con la piel de ébano, sentado en la misma mesa frente a la pobre pelirroja junto a otros dos amigos, miraba enfadado al gato.
Él, con su pelo rizado negro enervándose en la nuca, me recordó a esos perros de caza en alerta cuando ven algo que no les gusta.
Tenía una actitud de calma irreal intentado alejar a mi gato.