Todos los días estaba con mi familia por los campos selváticos, solo podíamos comer ramas de las hojas, porque ir abajo nos hacía presa fácil, lo único gracioso es sentir como las criaturas pequeñas tocan nuestras patas, también es divertido pasar por arroyos porque podemos sentir el agua fría.
Mi padre nos decía que no fueramos más allá de una pequeña montaña, ya que ahí se encontraban nuestros peores enemigos, eran como nosotros, pero con brazos cortos, y una gran cabeza con filosos y temerosos colmillos, no quedaba más que poder estar del otro lado.
Un día, cuando salimos a comer mi familia y yo, uno de mis hermanos, que aún era más pequeño, paso por alto la idea de la montaña, la cruzó y comenzó a comer unas pequeñas bayas que había, nosotros aterrorizados, le rogamos que regresara, pero nuestros gritos se vieron interrumpidos por la llegada de uno de ellos, no pudimos hacer mucho, tomó a nuestro hermano y trató de herirnos también a nosotros, así que nos alejamos con el corazón destrozado.
Pasaron los días, y ya nada era igual, salíamos a comer muy poco desde aquel incidente, solo salíamos cuando era necesario de nuestro escondite, para evitar que quisieran comernos.
Pasaron algunas lunas más, y vimos que aquellas criaturas no estaban muy seguido, así que comenzamos a salir, y afortunadamente, teníamos demasiado terreno para poder comer después de tantos días de encierro.
La incertidumbre por los sucesos ocurridos y la aflicción de los anteriores se vió interrumpida cuando la Tierra comenzó a retumbar de una manera muy agresiva, una luz en el cielo nos iluminó a todos, nuestros enemigos y nosotros nos veíamos en las mismas, queríamos sobrevivir, en eso, mi madre cayó a una grieta, y entre gritos y desesperación, esa luz se hizo más grande, tomó todo a su paso y desde ahí, no vimos más el sol.
ESTÁS LEYENDO
Cuentos que escribí alguna vez
RandomEdición de cuentos que llegue a escribir alguna vez