Capítulo 8

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Convertirme en Da Vinci terminó siendo una tarea mucho más dura de lo que en un principio habíamos estimado. Para bien o para mal, resulta que el tipo tenía una agenda bastante apretada, por lo que mis clases de pintura tuvieron que realizarse a un ritmo un poco cuestionable. En su lugar, ocupaba gran parte de mi tiempo resolviendo los problemas y encargos de los demás, como una suerte de superhéroe del renacimiento. La verdad, y aunque seguía teniendo ganas de sacudirle un puñetazo a todo el mundo que se refiriese a mí con ese nombre, descubrí que me gustaba el respeto que parecían tenerme.

Además, mi reputación me precedía lo suficiente como para permitirme salir de los atolladeros más absurdos. No voy a perderme en todas y cada una de las anécdotas que me fueron ocurriendo porque tampoco procede, pero sí les puedo contar lo que me pasó con Isabel de este, marquesa de Mantua. Aparentemente, antes de que lo atropellásemos, el inventor la había abocetado, y ahora no paraba de mandarle cartas para que completase el retrato. Yo accedí, pensando que eso me funcionaría para practicar. Pero claro, seguía tan traumado con ese cuadro de mi juventud que un tipo me había comprado para regalárselo a su perro, que todo lo que tenía en la cabeza eran perros, perros, perros...

En fin, que no se cómo, el resultado que le mandé probablemente exhibía mucho más vello corporal que su original y alguna que otra pezuña extra. T pensaba que entregar eso haría que nos ejecutasen, pero no sucedió. No volvimos a saber nada más del tema hasta que, un tiempo después, nos enteramos de que la marquesa se lo había tomado como una indirecta y había empezado a depilarse el bigote.

Tampoco lo interpreten mal, no es que Leo fuese intocable, y ciertamente todavía estaba lejos de llegar a demostrar todo su potencial, pero sí que tenía ya muchísimos contactos con la gente importante de su época que nos iban a permitir un poco más de libertad de movimiento.

En cuanto a la Gioconda, también venía regularmente a posar para que la pintase, cosa que no tenía sentido para mí. Se suponía que Da Vinci no la pintaba hasta pocos años más tarde, y sin embargo ahí estaba. Para rematarlo, no me parecía la clase de persona a la que pudiese liar con mis excentricidades; se notaba que era perfectamente consciente de la dudosa calidad del cuadro. Por eso, solo podía convencerla hasta cierto punto de que todo mejoraría al final. El problema era que ese al final del que hablaba no parecía llegar nunca porque yo apenas sabía lo que estaba haciendo, cosa de lo que ella acostumbraba a burlarse sin ningún reparo. Si estas faltas de respeto y la extraña discordancia de fechas las quieren entender como una muestra de una naturaleza malvada que en su momento no supe ver, me temo que tienen razón. Imagino que también se aprovechaba de nuestros encuentros para investigar mi punto débil y luego entrenarse duramente, pero eso ya sí que no lo puedo demostrar.

Lo que yo no esperaba es que fuese precisamente esa mujer quien nos terminase otorgando una pista vital para arreglar la máquina, ni tener que salir corriendo, ni... bueno, ni todo lo que pasó ese día. En nuestro dossier sobre la vida de Da Vinci, desde luego que no había rastro alguno de ningún incidente así. Supongo que una cosa es la historia que queda registrada para la posteridad, que es la versión de alguien que tuvo que poner eso por escrito, y otra los hechos objetivos que en realidad sucedieron.

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El día de los hechos desperté, como de costumbre, al amanecer. No por mi espectacular sentido de la productividad, sino porque la mayoría de los lugareños así acostumbraban. Para colmo de males, digamos solo que la arquitectura de la época no era la mejor aislante de ruido posible, y yo tenía lo que me figuro que sería el equivalente de la época a un vecino plasta, obsesionado con leer la biblia en latín a voz en grito para montarse sus propias misas privadas.

Su lógica era, según me había enterado, que si Dios estaba en todas partes, forzosamente tenía que liarse escuchando hablar a todo el mundo al mismo tiempo, por lo que serían necesarias medidas así de drásticas para llamar su atención. Tampoco concebía que sus plegarias molestaran a nadie en absoluto, puesto que incluía en ellas la condición de que bendicieran a todos los hombres que viviesen a doscientos burros a la redonda. Una unidad de medida que yo no había escuchado en la vida.

Las dos caras de Da VinciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora