Todo detonó, explotó, hizo BOOM BOOM y cualquier otro sinónimo raro. No estoy tan seguro de lo que narró mi hermano, porque recordar estas cosas me da un dolor de cabeza instantáneo. Fui la causa del fin de ese pueblo, la peste, la maldición y todo lo malo en una religión. El poder del chisme se apoderó de mí y me convirtió en un adicto a las habladurías.
Sí, eso de ser el mejor brujo que haya tenido la humanidad se me subió a la cabeza y todavía no lo supero. Aunque he de decir que mis mejores recuerdos en vida están grabados en el momento que nos encontramos a Bartolo, mi mejor amigo burro.
Todo comenzó cuando teníamos que huir. Los pueblerinos ya se habían dado cuenta de que los puse a todos en contra de sí mismos por error y otras idioteces que me culparon. A ver, estamos hablando del siglo XVI, por lo que no pensaba que mi especialidad del agua de pozo iba a ser tan popular que me culparan de la epidemia de diarrea que hubo. Decir que Da Vinci olía bien en ese momento, no era una exageración.
Lo más difícil de llevar fue la máquina, que no quiero entrar en detalles porque Bartolo me dijo que era mejor no contar todos mis secretos, a pesar de que eso sería lo único que ocultaría. Puedo confirmar que el cuerpo pateado del pintor original nos lo llevamos, porque lo íbamos a necesitar a futuro.
—¿Por qué tú siempre lo estropeas? —preguntó K enojado empacando su ropa de Da Vinci, llevaba puesta la barba—, después de causar una epidemia, ahora haces que los vecinos te odien.
—Bueno, no es mi culpa que mis poderes hayan sido tomados de otro modo —respondí cruzándome de brazos—, además nos hace falta un cambio de aire, el olor de este pueblo es insoportable.
—¿Crees que esto es un chiste? —Alzó lo brazos y frunció el ceño—. ¡Soy el pintor más importante de la historia!
Apreté los labios para soltar una carcajada, pero solo hizo que de mi boca salieran sonidos raros.
—¡Se te está subiendo el olor a la cabeza!
—Cállate y empaca mis pinturas.
Aun aguantándome la risa, obedecí.
La gente del pueblo, quería asesinarme o sacarme un demonio, lo que sucediera primero. Nadie se imaginó que el brujo que los engañó iba a escapar antes de que aparecieran a la casa de Da Vinci con antorchas y ganas de escupirme. Utilizando la magia de prestar atención a lo que dicen los demás, descubrí que me odiaban.
Una vez que indagué, disfrazándome de mi hermano y preguntando a mis clientes, logré descubrir un plan en mi contra. Claro, se lo dije a K y como era de esperarse, enloqueció. Por supuesto que hizo sus rondas de patadas a Da Vinci, que le servían para relajarse.
Así fue como llegué a mudarme versión época demasiado antigua como para ser real, huyendo con mi hermano, empacando lo que supusimos se llevaría Da Vinci y la máquina. Esta última, tanto mi hermano como yo la dábamos por sentado y solíamos ignorarla. Sí, olvidábamos el más grande invento de la humanidad.
Quizás nos coloqué en un pedestal, pero eso es culpa de la felicidad que tuve cuando Bartolo y yo nos miramos a los ojos por primera vez. Ese momento dejó una huella en mi cerebro e hizo que cambiara mi forma de ver las cosas.
Ni mi hermano, mientras caminábamos a hurtadillas por el pueblo, estaba preparado para lo que ocurrió luego. Tampoco yo, porque no me acuerdo, así que para evitar un salto argumental y que K se moleste conmigo al entregar algo tan corto, haré un esfuerzo.
Por lo que he decidido contarles como me hubiese gustado que fuese el camino del pueblo al otro sitio.
Empacamos todo, menos mal que había visto videos sobre la organización de objetos en maletas mucho antes de crear la máquina. A ver, sé que llevo recalcando mucho el guardar las cosas para huir y tal, con la promesa de que algo maravilloso pasaría al final. La verdad más grande y dolorosa que podría decir era que me había golpeado la cabeza cuando pisé las afueras de la ciudad.
Quizás fue K, nunca lo sabré y tampoco le pregunté.
El camino mágico, porque era un sueño para mí, constaba de árboles tropicales y cuatro cocoteros que eran tan altos que no parecían tener fin. Llovían cocos y todos me golpeaban el cráneo, por suerte no sentía dolor.
Mi hermano era tan buena gente, que llevaba todo el equipaje con la fuerza de diez mil copias de él. Era genial, ya que de fondo se escucha el canto que me habían hecho los pueblerinos con ángeles flotando, tocando el arpa. Juraba que el cielo era rosa, y que las nubes eran de un gris azulado.
—¡T! —gritó mi hermano, comencé a sacudirme sin razón aparente—, ¡despierta!
Abrí los ojos y fui golpeado tanto por la decepción como por el olor a mugre recién acumulada. Abrí la boca para tomar una bocanada de aire tan grande que me hizo toser.
—¡Es que hasta para respirar eres idiota! —Tenía el ceño fruncido y apretaba la punta de la barba con rabia—. Vamos, que ya está lista la cena.
—¿Cena? —pregunté intentando sentarme en el suelo, pero fue inútil ya que enseguida todo me dio vueltas—, mejor ve tú.
Sí, me sentía horrible.
—Vamos T, no le hagas el feo a nuestro salvador y fan —comentó mi hermano—, además, dijo que nos regalaría un burro para el camino.
Agarrando las fuerzas que no tenía, y sosteniéndome con la pared, logré levantarme. El dolor punzante de la cabeza empeoró con el primer paso que di. A K le valió mierda, me agarró del brazo y condujo hacia un comedor con una mesa y sillas peores que las de nuestra antigua casa.
El tipo, dueño de la choza y de varios burros, nos dio pan y no paraba de hablar sobre lo genial que éramos.
—¡Brujo! —dijo luego de que T le agradeciera su hospitalidad—, soy un hereje exiliado, gracias por darle la epidemia de diarrea a esos imbéciles.
—Un placer —respondí emocionado, ya el dolor de cabeza se había reducido a molesto.
—Me encantaría poder regalarle algo para su viaje, ya me dijo su fiel esclavo el pintor, que se dirigen a una ciudad. —Se levantó de la silla—, un gran brujo como usted necesitará de un mejor acompañante que un barbudo malhumorado.
Asentí. El tipo hizo una seña para que lo siguiera fuera de la choza. Ni me atreví a mirar a K, seguro se iría a patear a Da Vinci un rato más, o a mí cuando estemos solos.
Caminamos hacia un árbol que tenía varios burros amarrados, todos se veían decrépitos, excepto uno. Así es, ese era mi Bartolo.
—Acepta a este animal como agradecimiento —dijo y aflojó una de las cuerdas—, es el mejor que tengo y el más inteligente.
Le agradecí mientras el burro y yo hacíamos contacto visual, nunca había tenido una mascota, pero ahora entendía por qué la gente adoraba a sus perros. Encontré, en la mirada de ese animal, lo que más ansiaba en esta vida. Alguien que me apreciara.
Volví a la choza ahora con un amigo nuevo, que caminaba pegado a mí. Supe en ese instante que lo llamaría Bartolo, porque me pareció un nombre bonito y, además, era el nombre de un sabio del pueblo. A K pareció buena idea, al final, podría cargar nuestro equipaje sobre su lomo mientras él y yo nos concentrábamos en nuestro viaje.
Todo iría de maravilla, o eso pensé.
ESTÁS LEYENDO
Las dos caras de Da Vinci
Ficção HistóricaK odia a Da Vinci con todo su ser, hasta que viaja en el tiempo y tiene la oportunidad de odiarlo aún más. K es un tipo normal: tiene una plantita en su casa a la que riega con cariño, un casero molesto... y una obsesión enfermiza con la figura de L...