Capítulo 1

97 9 11
                                    

Cuanto más miro el papel en blanco, más me doy cuenta de lo absurdo de la situación. Y es que, ¿cómo sentarse a poner por escrito todo lo que me ha sucedido, cuando ni siquiera yo lo sé? Con la lógica en la mano, nada de esto debería haber pasado; yo no tendría que estar aquí realmente, y mi mayor preocupación en la vida debería seguir siendo vivirla. Cosa que probablemente deje de hacer cuando el señor que yace muerto en el suelo empiece a apestar y algún lugareño me denuncie a las autoridades. O sea, a lo mejor podría intentar agarrarme a las discutibles habilidades forenses del renacimiento, culpar al primer tipo con cara de tonto que pase por ahí al grito de "ha sido este" y luego salir corriendo, pero esa es una baza a la que me gustaría no tener que recurrir.

La cuestión es que creo que necesito poner todo lo que está ocurriendo en perspectiva. Quizá, si empiezo por el principio, esto tenga sentido para alguien. Quizá, que yo escriba esto, es parte de algún plan metafísico y cruel en el que me he visto envuelto por atreverme a jugar con unas fuerzas que nunca llegué a entender del todo. Quizá, empezando por el principio, el final de todo este galimatías adquiera algún tipo de sentido.

Para hacerlo es necesario no retroceder, sino avanzar más de medio milenio. Yo vine al mundo, previa alegría de mi familia, un 15 de abril hace 24 años, y ya desde esa fecha mi camino se vería inapelablemente cruzado con el de Da Vinci, con el que pasé a compartir nacimiento. ¿Saben lo que un detalle así de insignificante puede implicar para un jovencito impresionable con aspiraciones de ser inventor? ¿Me pueden culpar por modelar mi vida con él como centro? Aparentemente, mis compañeros de clase sí podían.

Ahora me da vergüenza admitirlo, pero... mientras ellos dedicaban su infancia a juegos y entretenimientos banales, yo me propuse dominar todos y cada uno de nuestros saberes modernos, lo cual se tradujo en que me terminase por convertir en el rarito al que todos señalaban. Tampoco le ayudó a mi autoestima que, por alguna razón, el único cuadro que llegué a pintar, Venus entre los árboles, me lo terminase comprando un señor que lo quería porque pensaba que mirarlo calmaba a su perro.

Por eso, todos los recuerdos que tengo de mi infancia y adolescencia tienen que ver con burlas y fracasos. Mi fracaso con la pintura, que no me convirtió en un dictador, y los horribles comentarios del resto de chicos que, con asco, me empezaron a llamar "Da Vinci". ¿Qué decir de esto, más allá de que no fue una experiencia en absoluto agradable? No podía ir a ningún sitio sin que me señalaran o se riesen; hasta imprimían fotos mías a las que acostumbraban a añadir una frondosa barba blanca con photoshop, solo para insistir en que hasta éramos la viva imagen. En realidad, no me parecía. No, no me parecía en nada... creo que no me parecía. No quería parecerme.

...

Todo era culpa de él.

Ese maldito Leonardo... sentía que había irrumpido en mi vida y me había maldecido, como un niño cruel que captura una mosca y la encierra en un botecito solo para ver cómo se ahoga. Moría lentamente cuanto más se acercaba su sombra a la mía, hasta que decidí que tenía que cortar de raíz esa relación tóxica y vivir mi propia vida. No ser más Da Vinci, sino yo mismo. Despegar mis propias alas.

Claro, con lo que no contaba es que ese "yo mismo" resultó ser un mediocre al que expulsaron de la universidad por perder la cabeza cada vez que alguien nombraba a cierto inventor del renacimiento italiano, como si los ponentes de ahora se fuesen a romper por recibir cuatro o cinco pataditas de nada. Para esos snobs era más importante el número de costillas rotas de un colaborador que mis truncados sueños de futuro. Y yo no podía hacer nada para remediarlo.

Así fue cómo pasé de ser un prometedor niño prodigio con toda la vida por delante a no ser nada, sobreviviendo como podía en trabajos temporales de condiciones dudosas y pagando el alquiler con las ayudas que me daba mi hermano.

Ahora, con todo en perspectiva, quizá debería haber sospechado que esa aparente opulencia suya no era normal. Que, por mucho dinero que gane un ingeniero, no debería ser suficiente para justificar todos los despilfarros en los que lo había visto meterse. Si hubiera hecho eso, también hubiera rechazado seguirle la corriente ese día, no me hubiera visto arrastrado a esto... y quizá estaría tan feliz en mi casa.

Supongo que, irónicamente, es una estupidez obsesionarse con un pasado que no se puede cambiar.

Las dos caras de Da VinciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora