3. Lágrimas

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Ojalá uno tuviera el don de advertir los acontecimientos de su día

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Ojalá uno tuviera el don de advertir los acontecimientos de su día. Porque de haberlo sabido, entonces nunca habría deseado conocer a Zov. Y me odio por eso.

No explicaré la fachada que nos brindaron durante el viaje y la fiesta. No voy a contar esas conversaciones agradables, ni las sonrisas que hubo. No expondré las incontables veces que jugué con Zov y mi hermana. No diré lo feliz que me sentí cuando me fotografiaron con él.

Sin embargo, aunque no lo diga, sigo recordándolo todo a detalle.

Nos enredaron y les otorgamos nuestra confianza. E incluso así, fueron capaces de hacerlo...

Recuerdo haber accedido a quedarme en la habitación de Zov. Esa fue la peor decisión. Pero entonces no sabía lo que ocurría; yo era muy ingenuo, un niño encantado de pasar más tiempo con otro niño que con su propia madre y hermana.

Era mi culpa.

No estaba acostumbrado a relacionarme con gente nueva. En casa solo conocía a personas que se establecían dentro del palacio. Mi padre era estricto con nuestra seguridad, y por ello nuestro contacto con la sociedad era limitado.

Así que ver a alguien nuevo era demasiado interesante.

Mis ilusiones estaban al tope. Me imaginaba miles de situaciones de nosotros en un futuro, y en todas esas imaginaciones Zov y yo éramos amigos.

Pero la rivalidad se presentó y no dejó de extenderse a partir de aquel día.

—Puedes dejarlo en su estantería —me dijo la doncella mientras señalaba el sitio—. No quieres que lo toque yo, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

Yo no quería que nadie más pusiera las manos encima del obsequio de Zov. Lo había hecho en casa una semana antes de venir. Sabía que al ser un bebe no podría comer galletas, así que hice unas en porcelana que duraran por siempre.

Cuando mi padre perdió la vista obtuvo la habilidad de distinguir las cosas con sus manos. Una cocinera que le servía entonces, le preparó unas galletas en forma de animales para que aprendiera a diferenciar las formas y así desarrollara mejor su capacidad. Después de eso se convirtieron en las galletas favoritas de papá y luego también se volvieron mis favoritas.

Eran algo importante que nunca había compartido con alguien fuera de mi familia. No obstante, cuando escuché de Zov, sentí que él también las merecía. Y nunca me equivoqué, él merecía todo lo bueno de mí.

Sin embargo, las cosas que le otorgué después fueron lejanas a un acto de aprecio o bondad.

Dejé en el estante la caja de metal redonda que incluso había decorado con la bandera de mi reino. De esa manera cada que la viera, recordaría que ese había sido mi primer obsequio, y anhelaba que, cuando lo mirara, supiera que mi afecto por él nunca desaparecería.

La danza del cisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora