Capítulo XI: Cinco pecados. Parte I

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Si algo ha de suceder, lo hará de un modo u otro, sin importar qué; incluso si en el trayecto predominan los obstáculos y las dificultades, o si el camino se torna tan difuso como sinuoso, aquello que está previsto ocurrirá en el momento adecuado; aunque resulte inesperado y, en el proceso, se tuerzan las vías, al final mostrará impetuoso que entre azar y destino solo puede haber un ganador.

Ir en contra de tal realidad no presagia nada bueno, pues supone inhumanos esfuerzos y sacrificios mortales. Sin embargo, no es de extrañar que alguien ose burlar el curso de los hechos y no tema valerse de poderosas habilidades para cambiar lo que no necesita ser trastocado, porque el capricho así lo ha demandado.

En algún lugar del mundo, hace cientos de años, existieron dos amantes que se juraron amor eterno. Pero el tiempo no pareció hallarse de su lado: estaban condenados a perderse y destinados a encontrarse; su historia se volvió un ciclo que infinito se presumía, gracias a quien por su mera desdicha se interpuso en sus vidas.

Muerte y decadencia plagaban el más puro de los sentimientos, bañándolo en pena y sufrimiento, incluso antes de su inminente reencuentro.

Perversas intenciones se atrevían a mover los hilos del presente para maquinar un funesto futuro, como si los vestigios del pasado aún no fuesen suficientes. Nunca lo eran, por mucho que hiciera; saciar sus ansias resultaba igual que tapar el sol con un dedo.

Ruines deseos se albergaban en un corazón podrido, incapaz de vislumbrar la gracia en lo más bello que sus ojos han visto. Emergerá de las sombras con cautela y sigilo, para sembrar el caos y cumplir con su cometido.

El amor lo puede todo, o eso suelen decir. Y poner en duda tal aseveración no es tan fácil como se cree, porque podría surcar los cielos y atravesar tierras lejanas; trascender a pesar del tiempo y la distancia; soportar tristezas y llenar de gozo; disipar la oscuridad y avivar la luz; alejar las dudas y traer la paz.

«No preguntes cómo, dónde ni por qué, sino cuándo. ¿Cuándo romperán las cadenas que los mantienen atacados?».

El viento sopló con fuerza esa mañana, arrastrando consigo un susurro bajo el alba. Las hojas de los árboles se mecieron siguiendo su compás, y las aves emprendieron su vuelo sin esperar más.

Youl paseó su turbia y oscura mirada por el paisaje natural que se mostraba frente a él: el extenso jardín del castillo parecía transmitir la tranquilidad necesaria para calmar a cualquiera que pisara su verde suelo; no obstante, él era la excepción.

Desasosiego inundaba hasta el más mínimo rasgo de su faz; su respiración se notaba irregular y los jadeos se le escapaban de los labios entreabiertos; el frenético palpitar amenazaba con hacerse notar cual tambor.

Aunque uno que otro guardia se tomaba el atrevimiento de acercarse a él para preguntar sobre su peculiar estado, el heredero al trono se limitaba a ignorar casi por completo su presencia; todos sus sentidos se hallaban dispuestos para un solo objetivo: encontrar el rastro perdido.

Sus pasos terminaron llevándolo más allá de la pared de piedra que tan bien conocía: su preciado escondite.

No recordaba con exactitud lo que había ocurrido el día anterior; sus memorias no eran más que fragmentos navegando en el mar de sus pensamientos.

Pero de algo estaba seguro: todavía podía sentir el dulce aliento sobre sus labios y la calidez cosquilleando en las yemas de sus dedos.

Y, sin quererlo, su corazón dio un doloroso vuelco; profundo fue el suspiro que abandonó su boca, sus ojos ardieron al instante y un ligero mareo le sobrevino a continuación.

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⏰ Última actualización: Jun 08, 2022 ⏰

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