𝘗𝘳𝘰́𝘭𝘰𝘨𝘰.

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A veces te rompes. No sólo los cuerpos son vulnerables a los golpes. La vida en ocasiones te maltrata. Y no depende de lo que hagas, de cuánto pongas de tu parte. La resiliencia también es finita. Entonces te deshaces. Aunque, claro, como sucede con los objetos, a veces te resquebrajas por dentro, aunque el ojo no lo vea. Y luego, en otro punto y por motivos apenas significativos, las grietas de tu ser dicen que no soportan ya más peso. Cuando comienza, quizás no es más que una intensa sensación de malestar. Una especie de inquietud omnipresente que te acompaña a donde vayas y se queda contigo, hagas lo que hagas. Sientes que algo no va bien, aunque no lo puedes identificar. Es un estado de desasosiego que te priva de calma. Una infelicidad que no se marcha y que te enturbia los momentos agradables. Es esa insoportable sensación de querer que todo acabe, que el presente desaparezca, que el instante deje de ser eterno. Es un displacer que te roe las entrañas. Dejas de dormir. De todas sus manifestaciones, esta, quizás, es la más cruel, porque dejas de soñar. Al menos antes huías de ti mismo por las noches. Ya no hay paz ni oasis posible. No puedes desconectar de tus pensamientos, no escapas del malestar. Ni siquiera te rompe el agotamiento como refugio a esa inquietud que te quema. Al principio, dejas de disfrutar. Nada te satisface, todo te irrita. Pero no se queda allí. No sé explicar cómo funciona, ni tengo claro por qué sucede, pero es infalible: el dolor espiritual te construye una coraza física. No cómo metáfora, de verdad. La superficie de la piel se muere. Cuando te das cuenta, ya tienes el cuerpo de un zombie. Miras al suelo y piensas: "¿De dónde habrá salido toda esa sangre? ¿Qué ha pasado?". Y entonces descubres que llevas un vidrio clavado en la planta del pie, no sabes desde hace cuánto tiempo. Lo remueves y no te duele. Cocinas, te quemas con aceite, te ampollas, pero sólo lo sabes porque lo ves. El tacto no responde. Y la insensibilidad física parece proporcional a lo profundo del pozo. Cuánto más hundido estás, menos sientes. Cuánto más te desgarra por dentro, más desconectas por fuera.

¿Cómo explicas a quién no ha pasado por algo así que quieres acabar con tu vida? Vivir es un instinto, te dicen. Pero también lo es evitar el sufrimiento. Porque ponerle coto al dolor es lo que te mueve a hacerlo. Imaginen una agonía que no cesa, que se hace insoportable y a la cual no le ves final. Eso es un episodio de depresión mayor. Una vez que caes más allá del límite del abismo, barranco abajo, vives cual Prometeo condenado. Un padecimiento perpetuo del que sólo puedes escapar acabando contigo mismo.

La depresión duele. Y no es una metáfora. El sufrimiento no es una abstracción. Hace mal, lo sientes en el pecho, en la cabeza, en las entrañas. Ese malestar omnipresente y la sensación de que siempre será así. No es casualidad que los dos colectivos con mayor riesgo de suicidio, intentado o consumado, seamos las personas con depresión mayor y quienes viven con dolor (físico) crónico. El sufrimiento continuo es insostenible.

Por supuesto, la depresión mayor puede atravesarse. Por eso se habla de episodios. Ahora bien, en ese momento no lo sabes, no lo crees, ni siquiera puedes concebirlo. Cuando estás dentro, el padecimiento no tiene fin. Quizás cuando te recuperes puedas decir orgulloso: "Yo sobreviví a mí mismo". Pero en ese momento, en plena depresión, es impensable. No encuentras motivos ni fuerzas para sobrellevar tanto sufrimiento. Nadie puede convencerte de que dejarán de dolerte los golpes en medio de una paliza. Sólo quieres que se acaben. Ya. Así es como llega un intento de suicidio.

𝐂 𝐋 𝐎 𝐒 𝐄 𝐑  [ William Afton ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora