CAPÍTULO 3

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Esos ojos verdosos aún se agrandaron más al ver el árbol de Navidad de nuestra sala.

Para dar más efecto, cuando anochecía, a mi vuelta, me senté en el sofá para darle al interruptor y apagamos todas las luces. A mis instrucciones, mi mujer llamó por el patio a la madre y a la hija. Igual que al resto de vecinos para que no se sintiesen menos.

Mi pequeña salita había permanecido a oscuras hasta que mi mujer abrió la puerta de doble hoja, solo entonces prendí la luminaria del árbol. Todo fueron aplausos y exclamaciones. Nadie esperaba eso después de que mi esposa llevase tanto de luto.

Una vez que el resto de las luces de la sala se encendieron se vio nuestra mesa de centro, que a la vez servía de mesa camilla con una bandeja de polvorones, mantecados y dulces navideños, pequeñas copas que nunca se estrenaron y sendas botellas de coñac para los hombres y anisete dulce para las mujeres.

Todo el mundo celebró con antelación una pequeña reunión llena de parabienes para todos, el almanaque para el año siguiente ya colgaba de la pared con la réplica de un cuadro Romero de Torres de la «Chiquita Piconera», la primera hoja con números grandes y rojos «1977», rodeado de dibujos de bolas de navidad , muñecos de nieve y lazos.

Antes de brindar tomé una de las copas y eché apenas unas gotas de anís y un chorrito de agua fresca. Se lo ofrecí a la niña. Su madre me miró y vi su ceño algo fruncido.

––¡Es una «palomita» mujer, desde siempre lo han bebido los niños para celebrar con los mayores, y no le ha hecho daño, si son dos gotas––dije en tono ligero para que no se preocupase.

El padre de a niña asintió.

––Sí, pero solo unas gotitas, aún recuerdo la primera borrachera que tuve con apenas siete años, que robamos de la casa de uno de nosotros una botella de anís y nos la tomamos a buches entre cuatro. No he pasado más frío en toda mi vida. Solo una palomita... ¿Vale cariño? ¿No bebe en casa de la abuela vino Quina(1) cuando no tiene apetito?

No supe si se lo decía a la mujer o a la hija, pero la niña ya estaba probando de la copa por la cual discutían sin encono los mayores. Ella sonrió solo para mí.

––¡Pero si sabe a los caramelos que lleva siempre!––dijo asombrada.

––Claro, chiquitita, no voy a darte nada que te haga daño, es suavito, como los caramelos, tómala tranquila. Es normal que las mamás se preocupen, pero los hombres sabemos que no es malo. Pero esto solo en casa. ¿De acuerdo? Nada de ir tomando copitas en sitios desconocidos...

Todos se rieron conmigo. La niña a mínimos buchitos se bebía su «palomita» con carita de felicidad y esas mejillas que daban ganas de pellizcar. Era la única pequeñita, todos éramos mayores y le hacíamos carantoñas y le decíamos que nos cantara villancicos con esa vocecita de angelito recién caído del cielo.

A partir de ese día siempre tuve una botellita de anís a mano, en el mueble bar de formica que compramos para el televisor. También algunas copitas colgadas de un artilugio de metal que tenia el mueble dentro de dónde guardar las botellas. En la mesa una jarra de agua tapada por un pañito hecho de apretado crochet para cubrirla del polvo y lo insectos sobre la bandeja y un par de vasos.

Si la madre la dejaba un ratito en casa siempre le ofrecía esas navidades una copita de anisete. «Una Palomita» como ella, cada vez un par de gotas más. Cuando volvía a casa siempre llevaba en el bolsillo de su abriguito unos caramelos de los míos. A veces no tenía ni diez minutos de poder estar a solas junto a mi muñequita. Le decía que se sentase a mi lado, que me contase qué había hecho en el campo de los abuelos o le ofrecía algún TBO para que lo leyese.

Relato de una muñeca rota.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora