CAPÍTULO 5

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Me encanta el campo de mis abuelos. La casa tiene el techo muy alto, es antigua, y pintada con cal y con tejas grises. El patio se cierra con una cancela verde alta y la rodea una valla de ladrillos. En una esquina está el almacén, donde mi papá tiene muchos canarios en jaulas. Justo al lado la cuadra. Yo solo recuerdo haber visto allí el gallinero, pero me dice mi abuelito que una vez tuvo cuatro vacas, dos lecheras y dos que tiraban del arado. Y un mulo, que era grande, marrón y terco.

También me dijeron que hubo un par de perros de esos blancos y marrones de pelo largo, pero ya no. Uno intentó morderme cuando era muy, muy pequeña y mi padre ya no quiso allí más. Ya solo quedaba restos de su caseta.

Me gusta mucho ir al gallinero cada mañana y traer en mi delantal blanco y amarillo los huevos calentitos y recién puestos de las gallinas gordas y multicolores. Había un gallo viejo, de cuello dorado cuerpo blanco, las plumas de su cola eran tan negras que parecían azules y rojas al sol, no se como explicar, «Tornasol», le llamaba mi abuelito. Antes de cumplir siete años, ese verano mi abuela lo sacrificó y lo echó en el guiso. Me dio pena, no quise comerlo, y eso que olía muy bien.

Trajo mi abuelo otro gallo negro más pequeño con pintas blancas en las alas, ese no me gustaba tanto, era demasiado belicoso. En una esquina del patio había una alberca, no era muy grande, pero me podría bañar en ella. La usaba mi padre y mi abuelo para regar un huerto. Allí recojo tomates y pimientos cuando me los pide mi abuela, recién tomados de las matas.

Me dijeron que hasta los tres años y medio yo vivía allí todo el año, algo me acuerdo, pero después nos fuimos al pueblo porque yo empezaba el colegio y a mis papás no les gustaba el que me correspondía por vivir en el campo. También había que andar casi tres kilómetros por un carril de arena para llegar al autobús que recogía a los niños lloviera o hiciese sol. También comer en el comedor escolar y no volver hasta cerca de las seis, y hacer el camino de vuelta en invierno, con frío y casi de noche, aunque fuera acompañada por otros niños que vivían cerca.

Mis papás decidieron alquilar la casa en el pueblo para que yo fuese al mejor colegio de pago. Las monjas son buenas conmigo, y eso que al principio me daba un poco de miedo. Mi abuela me contó que ella estuvo de pequeña en un colegio de monjas cuando se quedó sin sus papás, y la castigaban de rodillas por hacer trastadas. Recuerdo a mi abuela enseñarme un baile antiguo que se llamaba «Charlestón», y que ella aprendió de niña.

Yo no hago travesuras, me gusta mi muñeca morena, la Rosita Calé, y mi muñeca Rubia, las pipas de girasol que venían en bolsa de plástico que se llamaban «La estrella», y los caramelos de anís. Aunque mi abuelo no le gustan, él fuma unos cigarrillos llamados «celtas», pero el médico se lo prohibió. También le gusta beber un par de vasitos chicos de mosto antes de comer, pero eso igual, el médico le dice que no. No me gusta ese médico que prohíbe tantas cosas.

Mi abuela es gordita y bajita, siempre me dice, cuando me muera me van a enterrar en una caja de zapatos. Mi abuelo es alto y delgado, usa sombrero, no como mi vecino que prefiere sus gorras de tela fina de verano o en invierno unas de tela bien gorda de lana con un dibujo de muchos tonos de marrón, llamados patas de gallo. Yo no veía patas de gallo en eso, para mi eran cuadritos.

Mis abuelos también tienen en el mueble bar anís, pero no era igual que el de mi vecino, este no tenía campanita, sino un dibujo de una señora vestida rara con falda negra. Había mas botellas, pero no me gustaba el olor que desprendían, o eran restos de navidades pasadas.

Cuando no me ven, saco con cuidado la botella de anís y le doy un buchito muy pequeño. No quiero que mis abuelos ni mis papás conozcan mis secretos. El demonio malo del pozo podía venir a por mí, aunque en el campo estuviera fuera de la verja, no me fiaba.

Relato de una muñeca rota.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora