Prólogo.

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Recuerdo aquel día como si fuese ayer...

Mis padres estaban en casa discutiendo, la verdad, no sabía qué era lo que decían, pero solo sabía que mi padre había dado un puñetazo a la pared y que la había adentrado hasta el otro lado. Supuse que se habría roto los nudillos, ya que luego lloraba de dolor, queriendo descargar toda la ira con mi madre. Su aliento parecía que apestaba un poco a alcohol, aunque no estaba segura de ello.

— ¡Elisabeth!— escuché entre sollozos— Vete para tu habitación— gritó mi madre.

Yo, tan obediente que era, me encerré en la habitación, y puse música con tal de no escuchar eso que tanto odiaba. Los GRITOS. Bailé hasta quedarme sin respiración, canté hasta no poder más... Lo curioso era que mi madre me había dicho una vez que 'la curiosidad mata al gato, Lisa'. Yo nunca había entendido ese dicho, hasta aquel día. Estaba cansada de estar en mi habitación, como todos los niños y niñas, que se aburren rápido de lo que hacen . Tendría como unos siete años y me dirigí adonde minutos atrás, quizás horas, había escuchado los gritos. Podía sentir tranquilidad, ni un susurro podía captar. En la sala, no había nadie.

Estaba un poco asustada, pero decidí esconder ese temor y dejarlo para otro día. Me adentré en la cocina, y una lágrima empezó a brotar de uno de mis ojos. Mis padres estaban allí tendidos en el suelo, con un charco de sangre derramada a su alrededor.

— ¡MAMÁ! ¡PAPÁ!— grité llorando sin remedio.

Ellos no respondían, claramente. Yo en aquel momento era una cría, y no sabía qué había ocurrido.

Lloré, lloré y así hasta no poder más. ¿Había algo peor que ver a tus padres muertos con siete años? Lo dudo. Salí de casa, con mi muñeca en un brazo, y fui hasta la casa de una amiga de mi madre. Estaba a un kilómetro, más o menos. Sabía el camino porque siempre íbamos a su casa.

Llamé al timbre y esperé; justo cuando me iba a ir, se abrió la puerta, dando paso a una chica mayor demasiado guapa para los ojos de una niña.

— Lisa, ¿qué haces aquí, cariño?— preguntó preocupada viendo que estaba sola. Miró hacia todos los lados, en busca de mis padres, pero no los encontraba.

Comencé de nuevo a llorar. Ella no lo entendía, era normal... Le conté todo, como pude, derramando miles de lágrimas.

Nora, después de escucharme atentamente, llamó a la policía y decidió que lo mejor era que permaneciese con ella y su marido, hasta que fuese mayor de edad.

Al día siguiente de lo sucedido, un viernes de octubre, no recuerdo el día... Fuimos al entierro de mis padres, algo que no me dolió ese día, pero traería enormes consecuencias a lo largo de mi asquerosa vida. Nora me había vestido de blanco, porque el negro para una niña no era muy bonito. Me acerqué a las tumbas de mis padres, llevándoles una rosa a cada uno, y se la puse encima. No quería derramar ni una sola lágrima más; lo que más adelante me podría costar la vida. Decidí dejar de sentir, dejar de ser sensible y no mostrar mis sentimientos a nadie, solo a mi.

Yo ya estaba cansada de tantos pésames de personas que jamás había visto y avisé a Nora y a su marido de que me iría al coche. Ellos aceptaron sin más, no me dijeron nada a pesar de que yo creía que sería un 'no' como respuesta.

Media hora más tarde, cuando todo había acabado, llegaron ellos y nos fuimos para su casa, que aún no me había hecho a la idea de considerarla como mía, como me sugirió Nora.

Mi mejor pesadillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora