Capítulo 3: Enfermería.

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La marea subía lentamente con el atardecer, llenandola de dudas y sospechas en su cabeza.

Ese chico, el que había encontrado en el bosque junto con Grover Underwood, podía ser que fuera…

—¿Te sientes bien?

Basil miró hacia arriba, encontrándose con la mirada iracunda de Annabeth. Alejó la mirada lo más rápido que pudo. Movió los pies, tranquilizándose con el agua que mojaba sus pies y la llenaba de una tranquilidad magnífica. A veces, se preguntaba si en realidad no era una hija de Poseidón. Tal vez Zeus se había equivocado al reclamarla y solo lo hizo porque su hermano se lo pidió.


Cuando estaba triste o quería pensar, solía ir allí. Todo lo que tenía que ver con el agua lograba que su defecto fatídico se disipara por unos momentos. Algo irónico, considerando que era hija del dios del cielo.

—Igual que ayer —le respondió encogiéndose de hombros. Tenía el pantalón negro doblado hasta las rodillas para evitar que el agua lo mojara, su cabello caía como una cascada de oscuridad, el viento lo mecía, metiéndose entre sus hebras oscuras—. Supongo que terminé por acostumbrarme… a esto.

No la miró, pero pudo sentir sus ojos observándola con lástima.

La lástima. Una de las emociones que más detestaba. Toda su vida había recibido la misma mirada de lástima y compasión. No importaba que hiciera. No importaba cuanto ignorara el dolor. Siempre, a pesar de sus esfuerzos, su pasado marcaría su futuro.

—No necesitas hacer eso —murmuró sentándose a su lado, mojando sus pies al igual que ella.

Annabeth llevaba unos shorts de mezclilla que le llegaban en la rodilla, y al igual que casi todos, llevaba la camiseta del campamento.

Basil la miró de reojo, sin demostrar absolutamente nada.

—¿Qué cosa?

—Eso que haces cuando crees que nadie te ve —explicó con sus ojos grises clavados en su rostro—. Eso que has estado ocultando por años. No necesitas luchar tu sola. No siempre.

Negó con la cabeza. Una sonrisa amarga dibujada en sus labios pálidos y quebradizos.

—No necesito de nadie, Anne —remarcó con expresión sombría—. Nunca he necesitado de nadie.

—Algún día —le dijo—. Algún día necesitarás de alguien. Depende de ti si aceptas su ayuda.

(…)

Había escuchado susurros. Murmullos que hablaban de como el nuevo campista había despertado.

Basil se preguntó, vagamente, si él estaría consciente de todo el alboroto que estaba causando sin siquiera saberlo. No lo odió por sobresalir ante todos aquellos héroes que llevaban toda una vida entrenando para tener ese mismo tipo de reconocimiento, pero tampoco lo estimó al saber que probablemente ocultaba un secreto.

Un secreto que podría destruir el Olimpo.

Caminó hacia la casa grande, donde Quirón (nuevamente) la mandó llamar. Al llegar, se dejó caer en la silla vacía que estaba al lado del viejo centauro.

¹El secreto FairchildDonde viven las historias. Descúbrelo ahora