I. This Side of Paradise.

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× Resumen del Capítulo ×


Karchez se adentra en las profundidades de un bosque prohibido sin creer en las leyendas de este.

O, resumen alternativo;

¡Tengo miedo!.jpg

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La luna creciente se filtró como haces de luces a través de las ramas más altas de las secuoyas e iluminaron pobremente el camino, plagado de raíces gruesas, que los pies de Karchez seguía. El bosque estaba cubierto con un manto de oscuridad y una sinuosa niebla se instaló a ras del suelo, acogiendo la base de los troncos.

Sin la ayuda de un farolillo y con la carente luz de las estrellas, Karchez tuvo que confiar en su limitada visión nocturna heredada de su madre para poder ver el camino y no tropezar. No obstante, nada parecía poder desanimar el andar del chico, ni siquiera las leyendas que corrían de boca en boca por el pueblo sobre este lugar.

La Arboleda Roja era un bosque prohibido y, sin embargo, Karchez estaba ahí. Aunque, en realidad, la entrada no estaba vetada a nadie, sí era verdad que incontables personas habían desaparecido entre esos árboles; por lo que no era estúpido pensar que era un sitio peligroso.

Karchez siempre creyó que eran cuentos para asustar a los más pequeños, como el Hombre del Saco o algo parecido, pero a cualquier adulto que se le preguntara sobre la Arboleda, solo tenía palabras de respeto y advertencia. Esas palabras solamente alimentaron más la creencia del chico de que era un cuento, uno que se había arraigado tanto a la gente que hasta un hombre hecho y derecho tenía miedo de adentrarse a un bosque.

Como parte del mito, una extraña criatura descrita de muchas maneras había tomado forma para adueñarse de las peores pesadillas de los niños y de la Arboleda Roja. La creencia popular relataba a un ser tan alto como las secuoyas, negro como la noche misma y con venas moradas, extendiéndose por su esquelético cuerpo como rayos; lo llamaban el Monstruo Morado. Nada original desde el punto de vista de Karchez, pero suficientemente aterrador para un niño de menos de doce años.

Y a pesar de que la leyenda también dice que nadie ha salido vivo de ahí tras mirar los ojos de la criatura, muchos han sido los jóvenes que se han retado entre sí a entrar a la Arboleda Roja; una costumbre de los adolescentes cercanos a cumplir la mayoría de edad para demostrar que ya eran adultos.

Karchez tenía diecisiete años, lo que significaba que aún quedaba un año para que él afrontara el desafío; aunque no era una tradición que se llevara a cabo entre su extenso grupo de amigos. Él estaba ahí por voluntad propia, porque no creía en las leyendas y tampoco tenía planes de adentrarse tanto en el bosque de secuoyas como para perderse. No, Karchez había seguido una línea recta desde el jardín trasero de la casa de sus padres hasta donde estaba y ningún cuento para niños podía sugestionar su imaginación.

El silencio reinaba entre los troncos, con la única compañía del chillido melodioso y rítmico de los grillos que se filtraba a través de las ramas y los arbustos. Finalmente, Karchez llegó a un claro, lugar que consideró perfecto para consultar su libro de plantas silvestres. Sus dedos abrieron el herbario en la página marcada, donde un arbusto con pequeñas hojas afiladas y espinas estaba dibujado.

Karchez miró detenidamente la ilustración y empezó a compararla con las plantas de su alrededor. La mayoría de arbustos tenían bayas rojas, amarillas o naranjas. Sin embargo, en cierto momento, sus ojos se toparon con las mismas bayas que acompañaban el dibujo inicial.

Preso de su estupor, el chico movió los ojos rápidamente para hacer comparaciones hasta que por fin se dio cuenta de que estaba delante del arbusto y las bayas que estaba buscando.

El libro se cerró de golpe y volvió a su sitio debajo de su brazo, mientras Karchez se acercaba con un pequeño trote hasta la planta, cayendo de rodillas frente a ella. Sus manos apartaron con sumo cuidado las espinas mientras sus largos y delgados dedos arrancaban una baya de la rama. Sus ojos ejercieron un duro escrutinio sobre el pequeño fruto carnoso, mientras la bola morada y con diminutos puntos blancos, permaneció impasible sobre la palma de su mano.

Finalmente, su juicio obligó a Karchez a acercarse la baya a la nariz, comprobando su olor.

—Huele dulce —reflexionó antes de volver a oler la bola y por último, metérsela en la boca. —Hmm... Es empalagosa, como dijo mamá —dijo después de saborearla.

Y era cierto, era empalagosa como la miel, una verdad que no estaba escrita en ningún libro sobre plantas silvestres, sin embargo, el nombre del fruto carnoso sí que lo estaba; se trataban de bayas lunares, las que su madre estuvo buscando durante mucho tiempo en los puestos de los mercaderes y que añoró desde que se casó con su padre.

Este fruto tan especial solo crecía en condiciones específicas, como en lugares donde hubiese mucha humedad y sombra; como cuevas o bosques tan frondosos como la Arboleda Roja.

Su madre le contó las muchas comidas que se hacían con estas bayas en sus tierras, desde un simple aperitivo hasta el vino más exquisito. Un pequeño manjar muy común donde ella solía vivir, pero un bien muy escaso en su pueblo y que pocos se aventuraban a buscar por el peligro que suponía explorar cuevas y bosques como en el que estaba.

Sin embargo, nada impidió que las comisuras de los labios de Karchez dividieran su cara y que se llevara dos bayas más a la boca tras haber tragado la primera. Sus manos fueron rápidas arrancando los frutos y depositándolos en una pequeña bolsa de cuero que rápidamente se llenó hasta rebosar. En ese momento, Karchez lamentó no haber traído más bolsas, pero se consoló con la idea de volver a por más algún otro día.

El chico se puso de pie de un salto una vez que terminó, dispuesto a irse, cuando algo brillante entró en su campo de visión e irremediablemente llamó su atención. En la distancia, a escasos metros de él y escondida con timidez, una reluciente flor brillaba con luz propia y de forma tenue. A pesar de la baja intensidad de su luminosidad, los ojos de Karchez se clavaron sobre ella, incapaces de despegarse por la hipnótica luminiscencia.

Con pasos lentos, como si la flor fuese a escapar o esfumarse en cualquier momento, el chico se acercó, sintiendo que estaba delante de una fantasía. Los pétalos eran largos y finos, habiendo una gran cantidad de ellos; el tallo estaba limpio de cualquier espina u hoja, y el delicado brillo lila que emanaba era mágico de cierto modo. Karchez reconoció la flor fantasma al instante, sin la necesidad de consultar el libro.

«Es la flor favorita de mamá», reflexionó para sí mismo, recordando la proyección detallada que su madre le había mostrado unas cuantas veces. «Voy a llevársela también».

Con este último pensamiento, las manos del chico cogieron con delicadeza el tallo y tiró hacia arriba despacio. Las raíces salieron sin ser arrancadas, por lo que un poco de tierra vino con ellas.

Una vez en su mano, Karchez la miró de nuevo. Entonces, antes de que su mente pudiese pensar un sitio donde guardar la flor, los arbustos de detrás de él se movieron. Fue una agitación rápida y luego se detuvo, pero fue lo suficientemente alarmante como para que Karchez se pusiera de pie de golpe; libro en pecho para protegerse. Su corazón latió en su garganta mientras todos sus músculos se tensaban, quedando petrificado en su sitio.

All This And Heaven Too - KarZerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora