Capítulo 2

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Londres, agosto de 1896.

James no podía creer que se tratase de su propio padre, el caballero que, sin el más mínimo de los escrúpulos, le extorsionaba para sacarle dinero. No le había bastado al Conde de Rockingham con mantener un matrimonio de apariencias y abandonar a su familia para dedicarse a las actividades más reprochables; ahora, además, estaba quebrado y necesitaba de la ayuda de su hijo mayor. James, a pesar del resentimiento que albergaba, lo habría ayudado esta vez, de no ser porque el conde se afanaba en mostrar su bajeza, chantajeándole con un tema delicado que podría suponer la cárcel para su hermano. ¿Iba a permitir entonces que su padre se saliera con la suya? ¿Era la artimaña del conde tan poderosa? Muy a su pesar, el joven reconoció que podría serlo.

James permaneció observando a su padre por unos segundos en silencio: estaba más viejo. Los ocho años que llevaba fuera de casa le hacían aparentar más edad de la que en realidad tenía. Había sido un hombre apuesto y su hijo advirtió que se le parecía mucho, al menos a la imagen de los retratos de treinta años atrás, cuando se había casado con su madre. El matrimonio, feliz al comienzo, tuvo tres hijos: James, el pilar de su familia, Valerie, una dama encantadora y Thomas, el hermano más pequeño al que su padre tildaba de débil y a costa del cual pretendía extorsionar a James.

La sociedad de Londres había cerrado los ojos al hecho de que lord Wentworth, Conde de Rockingham, hubiese abandonado a su familia y adquirido una casa en Wessex donde vivía con su amante. Para todos, el matrimonio de los Wentworth era muy civilizado. La madre de James jamás osaba quejarse de su marido, y su esposo se esforzaba en cuidar en público su imagen. Para la boda de Valerie, habían hecho gala de buena educación, acudiendo juntos a la iglesia, como correspondía. Su hija había hecho un excelente matrimonio casándose con Franz von Reininghaus, un connotado mariscal de campo del imperio austrohúngaro. Desde entonces, vivía en Viena, dejando atrás la estela de discordia que rondaba a su familia, por muy discretos que intentaran serlo.

El conde se hallaba con una expresión contenida de disgusto, en el despacho de su antigua casa de Londres. Debía reconocer que su hijo mayor tenía carácter. No había resultado ser un completo inútil como el más joven y había labrado una fortuna propia en uno de los astilleros de Escocia.

—Creo que no me has entendido —le dijo su padre con una sonrisa, luego de dejar sobre la mesa la copa que él mismo se había servido—. No tengo problema alguno en hacer una simple denuncia. —La voz era amenazante—. ¿Acaso has olvidado al Marqués de Queensberry el año pasado?

Se refería al connotado juicio entre el marqués y el señor Oscar Wilde, el famoso dramaturgo, donde este último acusaba al primero de difamación tras haberle llamado sodomita en una nota escrita. La rígida moralidad de la época se oponía a cualquier acto que se apartase de lo recomendable. Fue así que, tras este primer juicio, le siguieron dos más y Wilde fue condenado por sus preferencias sexuales a dos años de trabajos forzados. Un año después de la sentencia, se seguía recordando el hecho que no había dejado de ser polémico.

James estaba airado ante la insinuación de su padre, por lo que fue incapaz de responderle de inmediato. Finalmente se aclaró la garganta y le replicó:

—¿No le preocupa que ese descrédito pueda pesar también sobre sus espaldas? Bastante mancillada está su imagen ya para que a ello sume una nueva razón para avergonzarse.

Lord Wentworth se rio.

—Estoy acostumbrado a convivir con las habladurías —afirmó—. Si así no fuera, no me hubiese marchado de esta casa. A pesar de ello, mi conducta no suscita demasiado desprecio: vivimos en un mundo de marcada hipocresía y yo no he osado divorciarme de mi querida esposa. En cuanto a ustedes, no creo que sean capaces de tolerar el disgusto de ver a Thomas en la cárcel.

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