Capítulo 29

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La casa de la señora Astor –viuda de William B. Astor– y de su hijo Jack era una hermosa mansión en la Quinta avenida, en el barrio de Upper East Side. Se había terminado ese propio año, luego que la antigua vivienda fuese demolida para construir el hotel que competiría con el Waldorf y que pretendían llamar el Astoria. Caroline vivía en la parte norte, y su hijo y su familia se establecieron en la sur.

La mansión estaba diseñada bajo los cánones del Renacimiento francés. La nueva residencia, mucho más grande que la anterior, podía albergar a más de mil invitados. La duquesa y sus amigos, entraron al vestíbulo del hogar y tomaron por un corredor hasta el gran salón, donde aguardaban John Jacob y su esposa Ava. El matrimonio saludó a lady Lucille, a los condes de Rockingham, a los van Lehmann y a Georgie. De Gregory no se escuchó hablar, solamente Astor preguntó por el vizconde, a quien echaba en falta, pero fue su padre quien lo excusó en su nombre, sin revelar el verdadero motivo que le había impedido asistir.

Desde allí, se accedía al salón de baile. La entrada estaba flanqueada por dos grandes jarrones y cortinas de raso dorado. Georgie se quedó maravillada cuando entró, era el salón más grande de la casa. Se elevaba a una altura de cuatro pisos, y el techo se hallaba coronado por cuatro lámparas de cristal, con hilos de perla. Aquella habitación hacía las veces también de galería de arte, ya que las paredes contenían la valiosa colección de pinturas de la señora Astor. A la altura de un segundo piso, en un balcón, se hallaba la orquesta que tocaba, y centenares de personas que ya se encontraban allí, algo que abrumaba un tanto a la joven.

Georgie echó un vistazo por el salón; los condes de Rockingham conversaban con la duquesa, sentados en un diván de una esquina de la estancia. A su hermana y a Johannes no los divisaba, pero debían estar en algún lugar… No podía entender cómo se habían disipado, si habían entrado a la misma vez. Georgie recorrió el salón de baile a todo lo largo, en parte para apreciarlo mejor, mientras observaba distraída varias de las pinturas. En uno de los extremos, una gigantesca chimenea de mármol, con las figuras de dos hombres desnudos, cubría toda la pared y se elevaba hasta el techo.

Los rostros que bailaban le eran desconocidos y se sentía un poco perdida. Ojalá James estuviese allí, su presencia le habría garantizado un disfrute mayor. Se volteó para caminar por el sentido opuesto, cuando unos zapatos oscuros se cruzaron en su camino: era Winston, el tío de Brandon, que la miraba con una amplia sonrisa.

—Señorita Hay, cuánto me alegra verle —le saludó—. La otra noche no tuve el placer de decirle lo encantadora que estuvo al piano. ¡Sin duda fue una gran noche para usted!

Georgie comprendía la ironía que subyacía en aquel comentario, pero no se dejó intimidar.

—Muchas gracias —le contestó—, tiene razón en lo que ha dicho. Fue una noche muy agradable.

—Qué pena que, a diferencia de aquella ocasión, hoy la encuentre sola —insinuó—, ¿acaso el vizconde de Rockingham no ha podido acompañarla?

Las mejillas de Georgie se encendieron, ante la deliberada mención de James.

—El vizconde y mi hermano no han podido asistir, pero no me hallo sola.

—¡Por supuesto! —exclamó—. De cualquier manera, las circunstancias le sonríen, pues tendrá el placer de tener a una excelente pareja de baile.

Georgie se preguntó a quién se refería, cuando para su enorme asombro, vio caminar a Brandon hacia ellos. Él estaba buscando a su tío, y también se sorprendió al advertir que estaba en compañía de Georgiana, aunque no estaba del todo extrañado de verla. ¡Había ido con la intención de hablarle!

En cuanto sus miradas se cruzaron, Georgie se estremeció. Creía que demoraría en regresar de San Francisco, y ahí estaba, con una ligera sonrisa en su rostro y una expresión que denotaba la verdadera satisfacción que experimentaba al verla.

La melodía del mar ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora