Dame lo que quiero

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El suelo era duro.

Un suelo liso, de un material que no conocía ni recordaba haber tocado nunca. Algo metálico rodeaba uno de sus tobillos, por debajo de la ropa, y poco a poco la percepción de sus alrededores le hizo sentir que su estómago se hacía veinte kilos más pesado. No detectaba olores ni sonidos conocidos, ni vibraciones, ni siquiera el zumbido de una lámpara fluorescente o un insecto volando. Estaba bocabajo, con la cabeza de costado, y el lado que tocaba el suelo parecía entumecida. Tang esperó, intentando percibir lo que fuera que le diese una pista de en dónde estaba, y lo único que recibió fue un constante "nada".

Abrió los ojos.

Estaba en lo que parecía ser una habitación desnuda, sin muebles, puertas ni ventanas visibles. Un cubo regular, de poco más de cinco metros de lado, y sin respiradores a la vista. Por cómo le dolía la cabeza, debería haber pasado al menos una hora, o eso creía. Miró el grillete que rodeaba su tobillo, la correa que lo unía al suelo, asegurada en el mismo centro del cubo, hundiéndose en el piso sin dejar espacio alguno... y mucho más larga de lo que esperaba.

Veía borroso, y no encontró sus anteojos en las cercanías.

¿Qué demonio lo había secuestrado ahora?

Algo se deslizó a un lado, y cuando sus ojos fueron allí, vieron a Red Son, sonriendo con una maldad nueva.

-Vaya, haragán, ya era hora.

Se parecía al demonio que había intentado matar a MK, cuando acababa de obtener el bastón de Sun Wukong. El hambre que veía en sus ojos era mucho más maligna, y Tang deseó estar muy, muy lejos de allí. Red Son entró, y la puerta deslizó hasta cerrarse, dejando afuera algo que parecía un pasillo del mismo material que su celda.

-¿Qué... - no sabía qué iba a preguntar. ¿Qué quieres? ¿Qué hago aquí? ¿Qué estás tramando?

-¿Pensaban que había abandonado mis planes? ¡Ja! Humano tonto.

Tang no se puso de pie. Dudaba que no volviera al suelo, sea porque su equilibrio no era de confianza en ese momento, o por los ojos que estaban clavados en los suyos.

-¿Qué le hiciste... - empezó, y se interrumpió, con la garganta dolorida.

-Erudito e idiota, qué buena combinación.

Guardó silencio, y esperó.

-Vaya. Qué extraño- Red Son empezó a caminar cerca de la pared, sin perderlo de vista, como un tigre asechando a su presa -No haces nada para defenderte. Ah- dijo, y se detuvo, como si se le hubiera ocurrido algo -Cierto. No puedes.

Clavó sus dos ojos en él, sonriendo con maldad.

-Eres el peso muerto que no puede luchar, ni siquiera para salvar su vida- fue directo hacia él, y Tang decidió que bien valía la pena el intentar pararse, pero algo lo agarró del hombro y lo obligó a sentarse de nuevo. Con fuerza -Un simple mortal, sin sangre de dragón, de demonio, o de elegido- se inclinó sobre su rostro, y de cerca Tang pudo ver que sí, ese era el rostro de alguien que quería hacer mucho daño.

Red Son rió.

Le apretó el hombro con más fuerza.

-¿Qué quieres?- quiso saber Tang, con los dientes apretados por el dolor.

-La oración de castigo.

Pestañeó.

Miró a Red Son con los ojos bien abiertos, sabiendo a lo que se refería de inmediato.

-Hay alguien que se merece le recuerden cómo debe de comportarse, y para eso necesito la oración de castigo. Para que el abrazo a su cabeza le devuelva algo de buena educación, ¿no crees?

Cómo aman los demoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora