IV. La eterna espiral (ArgChi + Pampa/Mapuche)

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El escenario era perfecto, casi dedicado para ellos. El sol en el poniente, el suave ruido de las olas, ese frescor salado que traía la humedad del mar, abrazándo los cuerpos ondulantes como una inmensa madre; el viento que desde lo alto serpenteaba como saetas que cosquilleban en la piel y parecían acompañar el ritmo infinito de los amantes.

La arena no era un impedimento, sino un adorno exótico a la situación ya frecuente entre ellos, desde hace mucho más tiempo que la vida completa de todos los que pasaban más allá, en la orilla.

Escondidos entre las dunas y sobre precarias telas se tocaban, mordían y suspiraban al unísono, en tanto los juncales que crecían aquí y allá aliviaban el ardor del calor que aún emanaba de la tierra.

Nunca sabían como llegaban a hacer el amor. A veces era un juego, otras un desafío, o un camino de resistencias y tentaciones de palabras, miradas o simplemente silencios. Se amaban, era la única condición que poseían para iniciar cualquier clase de cortejo, por más extraño que fuera.

Lo importante era que siempre funcionaba.

—Mnhh sí Tincho... sigue más ¡ah! Eres el... mejor ¡Ngh!

—¡Ahh! ¡M—Manu! Oh, estás tan...

—¡Sí! ¡Más fuerte!

Sin embargo, había algo que ellos ignoraban también, a pesar de que se burlaban de forma tierna de la inocencia de los hijos de uno u otro.

Estaban repitiendo un ciclo, de la misma manera que sus antecesores en esas dulces tierras americanas.

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Fue en esas antiguas épocas del fértil rincón del mundo cuando aquello comenzó; donde las carnes jóvenes, curiosas e impetuosas, espíritus inmensos encarnados para darle sentido al destino, marcaron ese lazo de la manera más inocente.

En ese entonces, Mapuche cumplía sus ritos y cuando Pampa llegaba a visitarlo al final de sus peregrinajes lo secuestraba, a la manera de sus hijos, robándolo no de alguien sino del mundo, tomando todos esos instantes para los dos. Porque lo amaba, en muchos, tantos sentidos que quizás ni él mismo pudo comprenderlo, y por eso buscaba a sus padres, Antü y Kuyén para que le explicaran algo que debía él mismo comprender.

Pues la sangre de su contienente ardía, su pecho se inflamaba y su deseo aumentaba considerablemente cuando Piaré llegaba y lo atrapaba una y otra vez, con su sonrisa, sus aventuras, sus anécdotas. Cuando le enseñaba a cazar mejor, a conservar las cosechas, cuando traía muestras de sus visitas más allá de las montañas, del desierto, de las selvas espesas del lejano norte.

Y cuando traía alimentos de su propio hogar y los cocinaba para él, era demasiado. Ahí surgían sus arrebatos araucanos; brutales a veces, amables otros, expresándolos como le salía, cada vez con más sapiencia sobre el otro, sobre lo que se conocerían como "sensibiliades" en el futuro.

Era allí cuando Pillán, dejando a un lado los protocolos que le correspondían a alguien de su rango, cerraba la ruca y se arrimaba a su igual con la mayor de las honestidades que podía ofrecerle. Y lo admiraba moverse alrededor del fuego, majestuoso y más inmenso aún de lo que era para él por su diferencia de estatura; degustaba los olores de su cabello, tan fascinantes y nuevos, cargados de sol y fertilidad y sal; reposaba en sus ojos negros, atrapaba las tonalidades del lenguaje ajeno, grabándoselos en la memoria para los momentos de soledad, en donde rogaba a las wangülén su regreso en los momentos de melancolía.

Esa devoción no era unilateral, claramente. Piaré—Guor se fascinaba igualmente con su hermano, y con la vitalidad que esa vida guerrera representaba; todo lo que él también aprendía, aunque sabía que jamás iba a igualarle. Mas le gustaba verlo pelear, en esas fiestas que celebraban los caciques, entre muday y muday, mostrando su fortaleza a las mujeres que deseaban y a los extranjeros.

El Jardín de Eros - DrabblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora