VIII

20 3 4
                                    

Manuel me pasó a buscar a las cuatro de la tarde. También vino con nosotros Mirta, la mamá de Karina. Cuando llegamos a la calle Suipacha, descubrimos que la casa estaba en venta. Un cartel indicaba el número de teléfono y la dirección de una reconocida inmobiliaria rosarina. Los padres de Karina decidieron ir para allá y los acompañé. Simulamos ser una familia interesada en la compra de la casona.

—Como le dije, estamos interesados en esa casa. Me gustaría saber más datos. Por ejemplo, ¿cuántos baños tiene? —preguntó Manuel.

—Tiene tres baños. Uno en la planta baja y dos en la planta alta —respondió con cordialidad la dueña de la inmobiliaria, mientras un cadete nos servía café a todos.

—¿Hay un patio trasero?

—Sí, y es muy amplio y está lleno de árboles frutales.

—Me dijeron que el dueño de la casa es un tal León. ¿Es así?

—Bueno..., e-en realidad, la propietaria es una señora mayor, viuda, llamada María Noel Lenoir, que tiene dos hijas —dijo la dueña de la inmobiliaria, visiblemente nerviosa—. Creo que ninguno de sus yernos o nietos se llama León. Le aseguro que eso lo sé muy bien porque somos amigas desde hace mucho tiempo.

Manuel y Mirta volvieron a su casa más confundidos que antes. Yo preferí caminar. De repente, sentí que alguien me llamaba. Era el cadete de la inmobiliaria.

—Me llamo Sebastián. No pude evitar escuchar lo que tus padres hablaban con la señora Marisa. Le preguntaron por un tipo llamado León, ¿no? Bueno, yo vivo cerca de esa casona y te puedo contar algo. Ahí adentro pasan cosas raras. Dicen que hace muchos años atrás, vivía un hombre llamado León y que era muy rico. Mi bisabuela, que murió el mes pasado a los noventa y siete años, lo conoció. Estaba enamorado de una chica más joven que él, que se llamaba Selva. Pero los padres de él no estaban de acuerdo. Los novios se veían en secreto, y él, que tocaba muy bien el piano, le componía canciones. Pero León tenía que hacerse cargo de las empresas de su familia y viajó a Francia. Al principio, le escribía a Selva casi todas las semanas, hasta que un día dejaron de llegar las cartas. Los padres la obligaron a Selva a irse a vivir a Buenos Aires. La casona de León cambió de dueño varias veces. Se cuentan muchas historias acerca de León y Selva. Hay quienes dicen que nunca volvieron a verse y que ninguno de los dos se casó. Mi bisabuela dice que la chica no se llamaba Selva y que él tampoco se llamaba León, que eran los nombres que ellos habían elegido para llamarse entre sí. Pero lo más raro es lo de los ruidos y los fantasmas. A veces, en las noches de tormenta suele escucharse música, aunque, en realidad, esa casa está deshabitada desde hace mucho y hay gente que jura haberlo visto recientemente a León, pero no con el aspecto de un viejo, sino cómo era setenta años atrás, como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuera un ser atemporal. Hace un mes, cuando hubo una tormenta muy fuerte, mi bisabuela estaba mirando por la ventana cómo llovía, cuando de pronto, entró en el comedor muy agitada, gritando: "¡Los vi! ¡Los vi!". "¿A quiénes viste, nona", le preguntamos. "¡A León y a Selva!". La convencimos de que se acostara porque estaba muy alterada. Y se acostó, pero jamás despertó.

Amor atemporal (finalista de los #AmbysES 2023)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora