16 | Grabado a fuego.

144 10 1
                                    

Maratón 2/3 (¡No olvidéis leer el capítulo anterior a este!)

Garret

Existían momentos que, de una forma u otra, sabías que se grabarían a fuego en tu mente. Sin razón aparente, se anclaban ahí, inamovible en tu memoria. Una roca dura y frágil al borde de un acantilado. Un par de centímetros más y caería, se destruiría en pedazos diminutos.

Aquella noche, con mi hermano al teléfono, se clavaría en mi piel como parte de un tatuaje. Le estaba contando lo que Bradley me había dicho y mis conclusiones sobre ello. Era triste pensar en esos niños. Les habían arrebatado un futuro antes de siquiera pensar en uno.

Su único futuro ahora era sobrevivir. Que su corazón siguiera latiendo, aunque fuera entre sus frágiles manos. Un corazón lleno de sentimientos agazapados, temerosos. Solo contaban con una decisión: morir sintiendo o sentir morirse. Ambas eran un sacrificio y en esa decisión descubrían que el mundo no era un juego con final feliz.

Esa era quizá la peor parte. Despertarte un día sabiendo que todo lo que te llenaba de ilusión, se había esfumado como vilanos de un diente de león a merced de la brisa. Donde antes había una hermosa flor, ahora solo veías unas raíces oscuras y solitarias.

—R. McCarthy —nombré.

—Raymond McCarthy, entrena conmigo —explicó. Le puse otro tic para controlar la lista de nombres. Llevábamos cerca de veinte nombres y todos habían resultado ser correctos. De una forma u otra, nuestras hipótesis se confirmaban: Clay Clayton recibía dinero a cambio de niños que entregaba al diablo.

—M. Wayne.

—Marlon Wayne. Él es de los nuevos. Llegó hace apenas dos meses —murmuró. Hablaba bajito por lo que suponía que estaría en su habitación. Si es que a esas cuatro paredes sin ventanas y con la puerta cerrada con llave podía llamarse así.

De solo pensar en cómo debía estar viviendo se me revolvían las entrañas. Enfoqué la vista de nuevo en los papeles buscando ignorar el pinchazo en el pecho y el bombeo apresurado de mi corazón. El cuerpo reaccionaba de esa manera ante el peligro, ante la impotencia. Yo, en cambio, solo sentía que me ahogaba en un océano que se empeñaba en arrastrarme hasta lo más profundo de sus cavidades, hasta que convulsionara y cediera a sus súplicas.

—L. Lewis.

—Lana Lewis —susurró con una voz tan queda que tuve que hacer un gran esfuerzo por reconocer sus palabras—. Es... es la chica que...

Sabía a quién se refería. La chica que acababa de llegar y a quien había defendido a pesar de las consecuencias. Unas represalias que por poco lo dejan en silla de ruedas.

—¿Cuánto han pagado por ella? —interrogó. La vida se le iba por la boca, angustiado.

Me costó responderle. No por el hecho de confesarlo, sino por la incredulidad que sofocaba mis palabras. Parecía inhumano estar hablando de algo como aquello. Del dinero que dar a cambio de una vida, como si no significase nada.

—Veinte mil —mascullé. Furioso e impotente. El ser humano había creado los objetos más maravillosos y extraordinarios del universo. Pero, en reprimenda, se había convertido en el ser más despreciable que habitaba en el mundo.

—Hijos de puta.

Me lo imaginaba paseando por su cuarto tirando de su pelo con una mano. Era su manera de luchar contra la rabia.

—¿Y cuánto han pagado por mí?

Ahí, justo en ese momento, es cuando me di cuenta de que ese instante se convertiría en un recuerdo. Quizás el más doloroso de todos. Puede que incluso más doloroso que darme cuenta de que nuestra madre ya no volvería. Mis ojos escocían y mi garganta se había convertido en cenizas, rasposa y seca.

—Diez mil —respondí, con el corazón en un puño—. Han pagado diez mil dólares.

El silencio se abrió paso a través de nosotros, como un huracán que abre grietas en el suelo y desfigura el mundo a su paso. Solo deja hueco para la desesperación y el caos, sin ser consciente de que ya antes de él habitaban esos sentimientos. A fin de cuentas, un desastre natural es la suma de pequeñas grietas hasta que una saturaba todo lo demás y explotaba.

No sabía cuánto tardaría Ben en explotar, pero sí sabía que, cuando lo hiciera, más le valía al mundo agarrarse fuerte para sobrevivir a su tormenta. Aquello no sería la tercera guerra mundial, sería la segunda bomba de Hiroshima, el campo de exterminio nazi o la guerra de secesión americana. Todas unidas contra un enemigo común. Contra sí mismo.

—Yo... Tengo que colgar, Garret. Están a punto de llamarme para cenar —indicó. Era mentira. Sabía que no le daban de comer hasta bien pasada la medianoche, cuando se acordaban de que tenían personas a su cargo o cuando decidían que ya era tortura suficiente dejarlos morir de hambre.

—Claro, por supuesto —susurré—. ¿Ben?

—¿Sí?

—Los héroes siempre ganan.

Lo visualicé formando una sonrisa, aunque estuviera a kilómetros de mí.

—Los héroes siempre ganan —respondió—. Te quiero.

—Yo también te quiero, canijo. Descansa —murmuré antes de colgar.

Ni siquiera habían pasado dos minutos. Mi mente no tuvo tiempo de sumirse en la angustia y la desesperación. Como siempre ocurría últimamente, mi vida era un batiburrillo de llamadas, quedadas y meteduras de pata. A veces hacía alguna cosa bien, como el día anterior con Amber y Jayden.

Recordar aquello me dio fuerzas para enfrentarme a la llamada de Bradley.

—Hola, tío. ¿Cómo estás?

—Tenemos un problema gordo, Garret. Muy gordo.

Mi cuerpo entró en tensión. A esto es a lo que me refería. A esa sensación de desbordamiento cuando crees que el vaso está a rebosar. La ultima gota cae sobre esa superficie y, al instante, todo se desmorona. Y deja el vaso vacío, completamente hueco. El agua se derrama por la mesa, cae al suelo, se estampa, choca, lo ensucia todo. Buscas una manera de parar tanto líquido, pero ellas corrían más rápido para envenenarlo todo.

Me habría gustado pararlo. Detenerlo. Sin embargo, cuando me quise dar cuenta, no era un charco lo que manchaba el suelo. Era una maldita inundación que se abría paso con fuerza a través de ventanas, grietas y puertas hasta inundarlo todo.

En la tortura de esa situación, yo estaba dentro. Me ahogaba. Luchaba una y otra vez por buscar un resquicio de aire. No había nada. Solo dolor, convulsiones y deseos perdidos entre toda aquella agua. Y, al final, oscuridad.

—¿Qué ha pasado?

—Las cuentas de Clay Clayton —avisó, jamás había escuchado a Bradley tan serio—. Están a cero. Han borrado todas las transacciones.

—¿Qué? —El mundo daba vueltas.

—A ojos del mundo, sus cuentas no han existido, Garret. No queda nada de ellas.

De no haber sido porque estaba sentado, me habría caído. ¿Pero, cómo se puede caer cuando ya has tocado fondo?


Con la mentira por delante (#I.P.2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora