No tenía flores en mi puerta, ni chocolates en la heladera ni cartas en un cajón.
No tenía mensajes de textos, ni llamadas de dos horas, ni fotos de él y yo.
No tenía nada de su amor. No lo tenía a él, apenas me tenía a mí y eso no bastaba. El espejo me gritaba que si yo fuera menos irreal quizá él aún estaría a mi lado, pero eso hubiera sido un engaño para ambos.
Los días pasaban y yo seguía teniendo nada.
Me quedaban los recuerdos, atravesaban mi mente y dolían como mil espadas. Había decidido sepultarlos en algún pequeño lugar de mi pequeña alma.Ya no comía, ni salía, ni reía, ya no hacía nada. Porque el espejo seguía gritándome que si fuera como cualquier chica ordinaria -aunque ya lo era, pero de otra manera-, él quizá ahora me estaría abrazando, murmurándome que podríamos ir a alguna fiesta por la noche o mirar una película espantosa.
Pero si así fuera, sería un engaño para ambos.Era yo, o lo que quedaba, era esa sombra que se reflejaba en el vidrio con manchas de pintura en el rostro y ojos desgastados.
Mi caja torácica se encontraba igualmente vacía, y ya no sé si dolía, yo ya no sentía nada, al menos mariposas ebrias en mi estómago, y no eran nada poético.
Quise ahogarlas, quise ahogarme, quise terminar con ese sentimiento de no ser suficiente. Me costaba respirar. Las mariposas subían mis pulmones y mi garganta, abría mi boca y no salía más nada que algún lamento susurrado. No me quedaba nada, no sentía nada, yo ya no era nada, porque sin amor me sentía miserable. Pero sin más, las mariposas moribundas de mi interior seguían revoloteando, quizá con la esperanza que yo ya había perdido hace tiempo, de que alguien tan brillante como tú pudiera sentir siquiera algo por una chica olvidada como yo.