Me aterraba pensar en mi misma dentro de diez años. Era demasiado cambiante, y probablemente ni siquiera sería la misma en una semana, pero ese no era el verdadero problema ahora. Algunas noches no podía dormir porque el miedo me cegaba, y me murmuraba que no llegaría demasiado lejos.
Me aterraba pensar en cómo sería todo en diez años porque en ese entonces yo solo tendría veinticinco y toda una vida por delante.Tenía un techo sobre mi cabeza, comida en la mesa y una familia a mi lado, entonces ¿Por qué no podía ser feliz?
Me odiaba cuando veía la preocupación en los ojos de mamá, diciendo que no me entendía, e implorando que le contara lo que me sucedía. Yo negaba y murmuraba un "Estoy bien", porque jamás lograría poner en palabras lo que pasaba por mi mente, y no era lo suficientemente fuerte para ver su dolor al enfrentarse a mis demonios.
Aún así, yo estaba segura que ella sabía que siempre necesitaba alguien a mi lado, más nunca pude pedirle ayuda. Y quizá eso le dolía más que su preocupación en sí.Me odiaba también cuando papá perdía el control por no poder comprender mis actitudes de adolescente, esperaba demasiado de mí, y era terriblemente doloroso decepcionarlo, a él y a mamá también. Jamás llegaría a estar siquiera a cien metros de ser la hija perfecta.
Tenía un techo sobre mi cabeza, comida en la mesa y una familia a mi lado, entonces ¿Por qué no podía ser feliz?
Era demasiado negativa. Veía más cosas malas en mí que las buenas, y nunca pude arreglar eso. No era buena en los deportes, y era peor aún cuando se trataba de socializar, no tenía amigos, no de los verdaderos, y a pesar de que quizá eso luciera como una tontería para mis padres, a mi me derrumbaba a diario.
Tenía problemas con verme al espejo, pero luego la ansiedad me hacía tragar hasta llorar. Tenía una mente enferma que a menudo pensaba en la manera perfecta y menos dolorosa de terminar con todo. Tenía problemas. Nadie con 15 años tiene verdaderos problemas.
Cuando una vez logré apenas decirle algo sobre el tema, mamá dijo que pasaría, que eran cosas de la adolescencia.
Ha pasado un año y medio desde entonces. Y en todo este tiempo he aceptado que soy marcesible. Que con unas palabras caigo en el vacío, y no importa cuanto quieran ayudarme a salir; todo seguía marchitándose en silencio. (Duele que la misma palabra con el prefijo 'in' no encaje conmigo).
Habían días en los que me esforzaba con todas mis fuerzas por sonreír y parecer contenta, los abrazaba a ambos y a mi hermana porque sabía que ellos me necesitaban. Pero habían días en los que apenas hablaba, y mi mal humor se apoderaba de mis acciones. No pueden decir que nunca lo notaron. ¡Si me estaba derrumbando frente a sus ojos...!
¡Mierda, mamá, ya no puedo más!
Ayúdame.