Capítulo 3.

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Caterina

Es un estúpido. ¿Cómo se le ocurre pensar siquiera que yo lo besaría? ¡Já! Se nota a leguas que es uno de esos chicos que precisamente quiero evitar en mi vida. Perdí mi valiosa clase por estar en Dirección, y todo para que me dijeran que haré de niñera de un baboso. 

Primero mi papá, después la clase de Química, luego el Director con sus cosas, y para colmo el tarado ese intenta besarme. Vaya primer día de Instituto. 

Aunque sigo sin comprender qué fue lo que hice para ganarme el puesto, mi abuelita tenía razón cuando me dijo que descomponer su lavadora traería consecuencias. Demonios. ¿Y cómo se supone que seré la "asistente" del señor Presidente? No conozco absolutamente a nadie, jamás había oído de esta escuela, no tengo ni la menor idea de las fiestas o reuniones que se hacen, ni siquiera he podido identificar al grupito de niñas taradas con culo sociable, ni mucho menos he visto a los mandriles inmaduros que se cogen a las taraditas. 

Me detuve ante ese pensamiento. Mi madre se va a decepcionar si no le cuento nada. 

El timbre sonó de repente por todo el lugar. Oh por dios, estaba a punto de llegar tarde a mi próxima clase... otra vez. Prácticamente salí volando hacia el Edificio M, se supone que el salón era el 112, así que tendría que subir escaleras.  

—¡Oye, Bianchi! Tenemos que hablar.

—¿Qu... —choqué con alguien. 

* * *

Lentamente abrí los ojos, un dolor punzante invadió mi cabeza y solté un grito sin querer. ¿Qué demonios me había pasado y por qué jodidos me dolía la cabeza a más no poder? 

—Shh, tranquila—abrí los ojos inmediatamente al escuchar esa voz. Tal vez fue demasiado rápido porque me llegó un mareo que provocó que volviera a cerrarlos. Lentamente observé todo a mi alrededor. Paredes blancas, olor a medicina combinado con aroma de flores silvestres, lo que me recuerda el líquido que mi madre usa para limpiar los pisos, incluso reconocí un tenue aroma a suavitel. Extendí los brazos y sentí la suavidad de las sábanas de algodón.

 —¿Por qué estoy en la Enfermería?—le pregunté al chico de ojos café oscuro que estaba sentado en la camilla, a un lado de mí. 

Mi vista seguía un poco borrosa pero pude reconocerlo, su perfume predominaba en el lugar. 

 —Umm, pues... digamos que...—noté un atisbo de nerviosismo en su voz.

—Oh, vaya, al fin despertaste. Ese golpe sí que estuvo fuerte—salvado por la campana, suertudo. Una mujer no mayor de 35 años entró al cuarto, tenía el cabello negro y ojos grises, físicamente muy atractiva y una voz dulce.

—¿Qué me pasó con exactitud?—me dirigí a ambos al hablar.

—Nada grave, señorita Bianchi. Solo una pequeña contusión en la cabeza causada  por un golpe, ya sabe, un accidente, ¿no es así Alessandro?—la enfermera y el tarado se tutean, excelente. 

—Eh, sí sí, exacto, fue un accidente—respondió peinando su cabello hacia atrás, seguramente un acto de reflejo cuando está nervioso. 

Después de súplicas y ruegos por mi parte, la enfermera me dejó salir, no sin antes darme una lista de síntomas que podría experimentar a lo largo del día y un par de pastillas por si el dolor regresaba. Y por si no fuera poco el culpable de mi accidente tiene sus quereres con la enfermera, hasta un ciego podría haber notado las obvias miradas que se echaban mientras yo estaba ahí, y para reafirmar mi suposición, se quedó con ella, hasta cerraron la puerta después de que me salí. 

El resto de mi día fue algo desastroso, el dolor no me dejaba concentrarme en clase, me tomé todas las pastillas que la enfermera me dio pero no me hacían efecto. Así que cuando la campana sonó, prácticamente salí corriendo hacia el estacionamiento. No es como si yo tuviera un carro de último modelo, ni siquiera tenía uno, a estas gorduras —digo alturas— de mi vida, prefiero mil veces caminar que pasarme la vida manejando y contaminando más el planeta. Pero ciertamente era la única salida del Instituto. 

Alessandro

Después de estar un rato con la enfermera, no volví a entrar a ninguna clase. Me quedé encerrado en mi auto, escuchando música y esperando a que sonara el timbre de salida. No había visto a Caterina por ningún lado, aunque por las calificaciones que tiene, seguramente lo primero que hizo fue entrar a sus clases. Pero no puedo culparla, en su primer día no había tenido la oportunidad de entrar a todas, lo que me recuerda que debo darle un justificante por eso. 

No sé si es la forma de su caminar, o el cabello castaño, o los ojos azules, o quizás los jeans cómodos y la camisa de franela que usa, pero cuando sonó la campana, ella era la única que pude reconocer, sin saber que la estaba buscando. 

Sin pensarlo, bajé del auto y corrí para alcanzarla.

 —¡Oye Bianchi, espera! Te debo una disculpa por el golpe en l...—no terminé la frase. Más tardé en tocar su brazo, que ella en desmayarse.

 



El Arte de la Seducción.©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora