Capítulo 1.

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Estaba sentado en la roca, mirando el follaje y el caudal del río para capturar la escena. Estaba molesto, porque hacía calor, el viento movía mi papiro, y una de mis minas había caído al agua. Lo que debía ser un placentero dibujo del paisaje, se convirtió en una muy mala experiencia.

"De verdad parece el río de los condenados" escuché en mi nuca. Una niña se acercó sin que me diera cuenta. Le respondí que qué podría saber ella, de todas maneras. "No mucho, tal vez, pero..." señaló al río delante de mí, "es un lindo día, muy soleado, las aves cantan y el murmullo del agua invita a nadar". Su índice acusador volvió a mi dibujo. "Y esto de aquí, aunque se parece, se ve... obscuro, frío, gris..."

Era obvio que fuera gris, estaba usando grafito, pero a ella no le importó esa explicación y volvió a la carga. Me puntualizó que no era que el dibujo le disgustará, y que más bien, mi problema era la perspectiva.

¿Y eso qué diablos significaba? ¿Cómo se atrevía la muy grosera a cuestionarme así? O sea, sí, el dibujo no era malo, y acertaba en su apreciación de que no tenía el espíritu que, aunque ella no lo sabía, yo pretendía mostrar. Pero aún así.

Y sin permiso, sin siquiera consideración, tomó el caballete. Me eché a correr tras ella, que comenzó a andar por la ribera, llegué a pensar que me robaría. Aunque no sería una buena idea, porque con toda seguridad la encontraría: llevaba el uniforme femenil de mi academia.

¿Quién demonios era ella?

Extracto del volumen I de los diarios de Gávril. Trece años.

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Debía agradecer a las olas por sacarme de mi letargo, pues el sonido del agua en el casco de la nave me trajo lentamente a la realidad de ese sueño en vigilia, aunque la sensación que me despertó por completo fue la de la embarcación atracando. Cerré el diario, lo guardé con cuidado, y salí a cubierta junto con el medio centenar de personas que tenían ese puerto por destino, y una brisa fría fue mi confirmación de que no estaba más en mi nación.

Si bien, el atuendo que llevaba era el común de la clase media trabajadora de Aurennor, el color bronce de mi piel y mi cabello negro y quebrado me delataba, pues contrastaba bastante con los lugareños, en la mayoría de los casos, rubios, pelirrojos, o castaños, todos ellos de piel blanca como la leche.

Y aunque la mayor parte de la gente era respetuosa y capaz de fingir indiferencia mientras andaba entre ellos hacia la aduana, el agente que me esperaba ahí para el filtro no era tan reservado.

El sujeto, hombre alto y robusto, de tupido bigote rubio y gélidos ojos azules, me examinó sin reservas de pies a cabeza. Me pidió, educado pero cortante, que pusiera mi única maleta de mano en una mesita, y con un desconcertante cuidado comenzó a revisar su contenido. Terminada la inspección, me tendió una mano para que le alcanzara mi documentación.

Mi pasaporte, sellado por la Asamblea del Pueblo, y el salvoconducto comercial fueron examinados con lupa.

—¿Qué lo trae a nuestra nación, señor Kátsaros?
—Negocios, ¿señor...? —El agente me miró a los ojos, y ladeó un poco el rostro, con aburrimiento. Sin palabras me dijo que esa no era una conversación, sino un interrogatorio. Seguí—: Un poco de placer también, me han hablado de los espectáculos de burlesque de Zándar, y también de sus galerías... Soy pintor, ¿sabe?
—¿Cuánto tiempo tiene planeado estar en territorios de la Corona? —continuó, sin prestar atención a mis acotaciones.
—Oh, será una estadía breve, un par de meses tal vez.
—Bienvenido a Aurennor. Su equipaje lo espera en la zona de desembarque, ahí podrá contratar un transporte que lo lleve a su destino.

La Bailarina ImpacienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora