Hoy abracé a mi padre. Lo abracé con fuerza mientras él me abrazaba con el cariño con el que un padre abraza a su hija pequeña. No sentí nada. Sonreí, pero no por lo satisfactorio o cálido que pudo haber sido el abrazo, si no que sonreí por la incredulidad.
Mi teoría se había comprobado, ya no siento nada. Lo que de pequeña para mi pudo ser un cariño tan inefable, hoy ya no es nada, sólo un choque entre dos cuerpos cuando éstos están en busca del calor.
Calor que para mi ya ni siquiera está ahí.