Raíces

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20 de abril de 1920:

Villa Rica era apenas una aldea y no se llamaba Villa Rica, con un máximo de 50 casas esparcidas con gran distancia, ocultas entre los bosques, y aunque mucho antes había sido un lugar tranquilo, la oscuridad se había cernido sobre ellos.

Un joven Ignacio López llegaba montado en un jamelgo gris, recorriendo cada sendero que había encontrado para toparse con lo que parecía el inicio de la comunidad, sobre todo porque en el árbol de arce que colgaba el letrero que anunciaba que iniciaba el territorio de Libertad, más alto del mismo se agitaba los pies de un hombre que había sido colgado del cuello, el cuerpo se encontraba ya en un estado de descomposición avanzada, las moscas rondándolo y sus ojos habían desaparecido de sus cuencas, de su boca abierta salían los gusanos y una parte de su mejilla ya solo era los huesos maxilares.

Y el hedor, casi vomitó. Con razón había seguido ese olor pensando en que solo así encontraría el lugar.

¿Quién lo había colgado?

Él, al igual que su caballo tenía una apariencia desgarbada, famélico pero con fuerzas para seguir. Al ver aquel cadáver pensó en que esa era la razón por la que su Señor lo había enviado a aquel lugar, remediar los males que aquejaba tan bonita zona.

Los cascos de su caballo comenzaron a tener un poco más de sonido por un camino de gravillas, y mientras más se adentraba al lugar, más gris se convertía el escenario donde en algunas chozas empezaron a salir la gente solo para ver al forastero que los invadía, la desconfianza se albergó en esos ojos que además de notarse asustados, parecieron ignorar o querían ignorar que aparte de él, había algo más de lo que debían desconfiar, por ello se metieron a sus hogares y cerraron las puertas y se pusieron a ver en las rendijas. Sin embargo, había personas que aun albergaban algo de esperanza en sus corazones. Personas como Miguel Ok'il, quien recibió al forastero como a un hermano, le brindó comida, agua, ropa limpia y alimentaron a su caballo.

Ignacio López desconocía de los idiomas que se hablaba por aquel lugar, aunque había aprendido varios durante su trayecto, para su suerte, su huésped era bilingüe.

— ¿Qué le pasó al señor que estaba colgado en el camino? —Preguntó Ignacio mientras se comía los frijoles con tortilla y los huevos duros, la primera buena comida desde hace mucho tiempo. Había perdido la cuenta de los días que llevaba cabalgando, pero la rozadura en su trasero le avisaba que había sido por lo menos veinte días.

—Brujos —fue la palabra que usó Miguel para describir al pobre hombre. Él era joven, quizá con unos 25 años cuando mucho y ya tenía cuatro hijos y tres hijas. Ignacio tenía 17 años y no se sentía listo para tener esposa, quizá porque nunca se quedaba mucho tiempo en un lugar.

— ¿Brujos? —Repitió dejando la comida a medio camino.

—Aquí hay mucho brujo malo. Ellos matar personas para no morir.

—Ya veo. ¿Él era un brujo? El que estaba colgado —hizo un gesto de horca a sí mismo.

—No. El un ser olvidado. Un nahual, matar gente al salir luna —dijo Miguel señalando hacia arriba. Al techo de su casa, ya era de noche.

Metieron a su caballo en los establos y cerraron las puertas con enormes maderas especialmente para atrancarlas en las puertas.

Por varios meses, Ignacio López vivió en aquel lugar en casa del buen Miguel Ok'il sin decir su propósito; observó y estudió los acontecimientos sin dejar nada. Ayudaba y pagaba por la comida, incluso llegó a encariñarse de los hijos de su inquilino quién también ayudaba a comprender mejor la escritura y la lengua en un aprendizaje reciproco. El joven Ignacio se daba cuenta que aprendía demasiado rápido y para él era bueno, en caso de que su misión resultara fallida.

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