Capítulo 4. OSCURIDAD

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Daniel siguió caminando, sin girar atrás, y mantuvo su mente alejada de la realidad hasta que puso los pies en el interior de su apartamento. Maldijo, en un susurro; un susurro cargado de frustración. Sí, estaba frustrado de todo, de los alfas, de sus moretones, de esa alfa, y de su maldito apartamento a oscuras y sin vida. Sin esencia, no había nada que lo atara a vivir, entonces, ¿por qué se empeñaba? No lo sabía. No quería pensarlo tampoco. Si lo pensaba demasiado juraba que terminaría en la bañera con un cuchillo en el suelo y la sangre corriendo con el agua fría de la tina, porque vamos, no apostaría su vida solo al desangrado. Si fallaba ese plan siempre podía morir por hipotermia, ¿no? Podía intentar.

—Solo déjalo, Daniel.

Se obligó a dejar el tema de su suicidio número 586 (en su mente, cabe destacar) y prosiguió a echar un vistazo a la nevera, que contenía un arroz chino de hace dos días que nunca terminó de comer. En realidad, no le gustaba la comida china. Odiaba, la comida china. Pero era barata, así que no podía quejarse de nada. Cada centavo que pudiera ahorrar, estaba bien. Tenía muchos gastos como para también pensar en la estúpida comida.

—Comer está sobrevalorado.

Cogió el envase de cartón, lo metió al microondas y dejó que se calentara por un corto tiempo de 3 min. Tenía una de sus fuentes de calor dañada, así que revisaba constantemente si ya estaba lo suficientemente caliente como para que pudiera ser comestible sin vomitarlo luego de cinco minutos. Suspiró, tomó un tenedor, y se sentó en el sofá de la sala a mirar por la ventana. Carecía de televisión, no era necesario, y también del internet. De broma contaba con un celular que le permitiera estar en contacto con sus profesores y los grupos que le interesaran, sin mencionar sus jefes de los trabajos. Si necesitaba buscar información, simplemente iba a la biblioteca sin problemas, como en los antiguos tiempos, ¿a que sí?

No prendió la luz en todo el rato que se quedó mirando la ventana, e igual, tampoco es que fueran las once de la noche como para que estuviera todo a oscuras (al menos no literalmente). Dejó el envase en la papelera, recordó que tenía una crema que aplicar, y se dirigió a su cuarto (el único cuarto) para bañarse y echarse la pomada. Dejó que el agua se llevara el enojo y el cansancio que le atacaba tan pronto por la mañana, y salió pensando en que debía apresurarse si quería llegar a tiempo a su primer trabajo. Se vistió con un simple pantalón de mezclilla negro y una camisa blanca (no era la única ropa que tenía, solo que había oferta en las camisas blancas). Y así como entró, salió del lugar. Excepto porque en esta ocasión, encontró al perro de su vecino del 2, el señor Robinson, en el jardín mientras perseguía al gato de la señora Coller del 1. Sonrió, sabiendo que pronto llamarían a otra reunión de inquilinos por el incidente de las mascotas.

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Llegó al local con tres minutos de anticipación, y dio un brindis en su mente por eso. Siempre es mejor llegar unos minutos antes al trabajo, para demostrarle al jefe que eres puntual. Entró por la puerta de atrás, especial para los empleados, y se cambió lo más pronto posible.

—Siempre a la hora, Escalona.

—Sí, jefe.

—Me alegro. Ve a la cocina.

Trabajaba de cocinero, en un pequeño local de comida rápida que tenía sus ganancias. Solo eran cinco dentro trabajando en las hamburguesas, pizzas, desayunos y demás; y tres camareras atendiendo a la clientela. Uno se encargaba de los dulces, pero su humor no le dejaba colaborar en esa área. Cuando dicen que los dulces se alimentan de tu "vibra", ciertamente tienen razón. Por ende, él estaba ubicado en la parte de la cocción y el aseo del lugar. También del preparado de las masas y algunas veces en el arreglo del plato, pero dependía mucho del día y la cantidad de cocineros responsables que se presentaban.

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