Diversión en las tragedias.

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Nadie sabe de donde salen cada vez que alguna tragedia relativamente común sucede en la isla Kokoon.

Son un par de gemelos, un niño y una niña, de aproximadamente ocho años de edad, que por alguna razó llegan a hacer cosas que perturbaban a los presentes.

Cuando un turista en un coche blanco atropelló al señor Martín Gómez, quien para colmo cayó a un lado de la base de un árbol que había sido arrancado por el viento y se rasgó el costado izquierdo, los pequeños llegaron de algún lado, evadiendo las cintas amarillas y a los policías, y empezaron a untar sus manitas en la sangre de Martín Luna para poder ir a dibujar, con la sangre, una casita y un árbol en el cofre del coche.

El turista se había desmayado por la impresión de tan surreal y horrorosa escena, y don Martín había empezado a gritar la segunda vez que los niños fueron por más de su sangre. Éso llamó la atención de un policía, quien se acercó a los chicos.

—¡Hey!¡Niños!¿Que hacen aquí?—Les cuestionó el oficial Yoku Tanaka.

—Mira, se le ve la costilla—Dijo el niño tranquilamente, señalando el hueso que sobresalía de su costado.

—Hay que arrancarla y crear a Eva—Dijo la pequeña, convencida.

Pero el oficial alcanzó a retirarlos guiándolos con sus manos en sus espaldas, dándose cuenta, confundido, de que tenían sus manos llenas de sangre. La ambulancia había llegado y los paramédicos se ocuparon del afectado.

—¿Por que tienen sangre en sus manos?— Preguntó Lesly Miller, también policía y compañera de Yoku.

—Hicimos ese dibujo.—Dijeron al unisono, señalando al coche blanco.

—¿Pero que demonios?—Dijo Yoku, confundido.

—¿En que momento...?—Lesly tampoco había notado lo que habían hecho, estaba ocupada pidiendo una ambulancia por la anticuada radio de la patrulla, mientras Yoku sacaba los papeles que iban a ser necesarios llenar.

Todo había sido demasiado rápido. De repente los niños ya no estaban, sólo el dibujo que hicieron.

***

—A veces pienso que pueden parar el tiempo— Lesly llevaba divagando sobre ellos todo el trayecto.— Ni siquiera están registrados en la isla.

—¿Y que hacemos si hoy aparecen de nuevo?¿Los arrestamos?— Le preguntó Yoku

Ella se encogió de hombros y se sobó nerviosa el antebrazo. Casi podía sentir la forma de los pequeños dientes marcados en su piel, a través de la tela.

La vez pasada les habían llamado por un caso de incendio. Llegaron poco después de que los bomberos salvaron a los inquilinos del edificio, excepto a un pobre hombre. Su cuerpo rostizado fue lo único que lograron extraer de su departamento, y yacía en la vereda mientras los bomberos apagaban los restos del incendio y los paramédicos ayudaban a los que habían sobrevivido. Después de todo, ya no se podía hacer nada por él.

Nadie sabía de algún familiar que tuviera, siempre había sido un hombre solitario, según los vecinos.

Pero los gemelos llegaron de algún punto y se dirigieron directo a él.

Le arrancaron las dos manos rostizadas, una cada quien, y empezaron a comérsela como si se tratara de un pollo asado.

Si la gente alrededor ya estaba horrorizada por ver a un cadáver quemado, al ver a esos niños comiéndose sus manos, varias personas gritaron histéricas.

La pareja de oficiales se dirigieron hacia los infantes, con una mezcla de confusión y furia al no entender donde demonios estaban los padres.

—¡Oigan!¡¿Que rayos hacen?! ¡Dejen eso!—Exclamó Lesly en un regaño casi maternal.

—Él es nuestro padre, es nuestro señor.

—Si, por eso comemos de él, por que debemos comer su carne.

Lesly Miller fue quien se atrevió a darles un par de manotazos en los brazos a los pequeños para que tiraran las manos carbonizadas del muerto, pero no sólo se llevó un gesto de disgusto por parte de ambos, sino que la niña le mordió su propio antebrazo con sus pequeños dientes agudos.

Ella no pudo evitar un grito de dolor y su compañero fue a auxiliarla. Cuando voltearon de nuevo, los niños no estaban. Los presentes alegaban que se habían ido corriendo y les perdieron el rastro cuando doblaron en una esquina.

Ahora iban hacia un caso de suicidio, en un árbol de un parque público. El sol se estaba ocultando en el horizonte y coloreaba el cielo de un color rojizo que presagiaba una situación espeluznante.

Cuando llegaron a la escena, ya era demasiado tarde.

La gente miraba con horror y morbo, como los dos pequeños gemelos habían llegado corriendo, ella directamente a lanzarse y saltar para agarrarse de las pantorrillas del hombre que se había colgado del cuello con una soga, balanceándose con agilidad. Después su hermanito corrió y se agarró de las pantorrillas de ella, tomando más impulso, después soltándose, dando una voltereta en el aire y cayendo parado. Después ella daba también una voltereta y caía igual.

La escena era tan impresionante, que a un par de espectadores les había dado el impulso de aplaudir, pero se detuvieron al darse cuenta de que no era del todo correcto.

Lesly y Yoku bajaron rápidamente de la patrulla y se dirigieron hacia los infantes libertinos, con una mezcla de miedo, confusión y lástima por no entender que llevaba a un par de niños a manchar su inocencia con esos macabros juegos.

Pero habían empezado a balancearse de nuevo y el cuello del muerto se estiraba peligrosamente hasta que...

—¡Rayos!

—¡No!

Los civiles y el par de policías habían exclamado lo mismo casi al unisono.

El cuerpo se desprendió del cuello y los niños cayeron al suelo, junto al cuerpo y la cabeza. Ambos empezaron a llorar.

Lesly se aguantó el llanto y fue hacia ellos con intención de abrazarlos y ayudarse mutuamente a entender que rayos pasaba por sus pequeñas mentes. Se escuchó como algunos espectadores sentían el reflejo por vomitar.

El niño se levantó repentinamente y pateó la cabeza hacia los oficiales.

Lesly titubeó al ver la cabeza frente a sus botas de policía.

La cicatriz de los pequeños dientes en su antebrazo le ardió. No se lo había dicho a su compañero, pero la herida había tomado colores muy sospechosos últimamente.

Sintió un extraño impulso por patear también la cabeza del suicida y devolvérsela al niño como si fuera solamente una pelota.

Los infantes se levantaron y se fueron corriendo, perdiéndose en el horizonte rojo.

Desde ese día no se habían vuelto a ver esos pequeños, y eso ponía triste a Lesly, no tanto a Yoku a quien le parecía un caso que no tenía sentido.

Ella seguía sufriendo de repente esa picazón en la pequeña mordida, más aún en momentos en que estaban en una escena de un accidente o crimen. También sentía impulsos anormales por jugar en esas situaciones.

Yoku empezó a dudar de su salud mental cuando, en un caso de suicidio con una escopeta en la que los ojos de la mujer habían salido de sus cuencas prácticamente intactos, Lesly, sin avisarle, le quitó los ojos de plástico a un oso de peluche enorme que había en el sofá de la sala, y procedió a insertar los de la mujer suicida en su lugar. Sonreía, divertida.

Cuentos cortos y raros para personas con gustos extraños.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora