Café Abedul

14 5 0
                                    

El café Abedul abría sus puertas al público a las siete de la mañana, por consiguiente, tanto yo como los demás empleados debíamos estar ahí a las seis para limpiar y dejar todo listo.

Lo normal era que yo llegara medio dormida, con ganas de un café (porque prefería dormir hasta último momento antes que desayunar), y demasiado frío (o demasiado calor, si era verano). Era un momento sumamente delicado en el que no era aconsejable que interactuara con nadie. Pero ahí siempre estaba Martín, el otro camarero del lugar.

Los dos atendíamos a la gente con nuestra mejor sonrisa, a veces bromeando entre nosotros, y todos creían que éramos mejores amigos. Nada más alejado de la realidad...

Esa hora de preparación del local era lo que yo llamaba "nuestra guerra fría". Nunca tuvimos una pelea propiamente dicha, pero vivíamos en tensión constante; jamás faltaban las indirectas, los comentarios machistas y religiosos, y la eterna competencia, que no era por ver quién tenía más clientes sino por demostrar quién hacía mejor su trabajo.

Tengo que admitir que en ese sentido siempre fui una idiota. Mi paso por Abedul podría haber sido mucho más tranquilo si yo hubiera ignorado a Martín y ya, pero estaba empecinada en refutar su prehistórica teoría de que era superior a mí sólo por ser hombre. Sí, así era él. En pleno siglo veintiuno...

Ese viernes ya había empezado con el pie izquierdo. Ni bien pasé la puerta me aturdió la música de su celular. Yo no tenía nada en contra de la bachata, pero bastante ruido tendríamos en un rato.

-Podrías usar auriculares, no?

-Me los olvidé en la casa de mi novia- mintió.

Y sé que mentía porque lo hacía a propósito. Él mismo había dicho una vez que se proponía educarme en lo que llamaba "buena música". Porque sólo lo que él escuchaba era bueno. Lo mismo pasaba con sus creencias; según él, yo era una bruta por ser atea.

-Bueno, mañana me toca poner música a mí- amenacé.

-Yo no tengo problema.

Maldije para mis adentros. Yo sí lo tenía. En realidad no quería hacer eso, sólo quería disfrutar del poco silencio que tendría durante la jornada.

Seguramente mi mala cara era muy notoria, porque él dijo:

-Hay que ponerle buena onda a la vida, amiga. Cuántos años tenés, veintiocho o cincuenta y ocho?

No me molesté en responder. Empecé a secar las tazas y los cubiertos. Usaba este tipo de actividades como meditaciones activas. "No lo escuches". Él siguió limpiando las mesas, pero en cuanto pudo deslizó otro comentario poco feliz:

-...Aunque conozco señoras de sesenta que tienen más onda que algunas chicas.

De los nervios se me cayó el cajón donde iba poniendo los cubiertos que estaban listos. En seguida tuve a Martín a mi lado, ayudándome a levantar todo, más que nada porque la dueña del café estaba cerca.

-No te enojes, Ivana- me guiñó el ojo -Sabés que es una broma.

-No estoy enojada.

Quise sonar calmada pero mi respuesta había parecido un ladrido más que otra cosa. No podía ocultar mi bronca y eso me molestaba más.

-Cambiá el gesto...- ahora su voz adquirió un tono que él creería que era seductor -Las chicas son más bonitas cuando sonríen.

Apreté el tenedor que tenía en la mano, aguantando las ganas de clavárselo. En lugar de eso, respiré hondo y dije:

-Quizás no me interese verme bonita, no lo pensaste?

Incluso me las arreglé para sonreír mientras le hablaba. Si eso no era ponerle onda, no sabía qué más podría ser.

-Por eso estás soltera.

Suficiente. No tenía sentido seguir intentando nada. Ese tipo era incorregible! Seguí trabajando, manteniendo cierta distancia, en la medida de lo posible. Odiándolo. Lo peor de todo era que me sentía mal porque en parte le creía. No me gustaba estar sola, pero los hombres...

Cuando estaba en la secundaria había pensado que quizá me gustaban las chicas. Luego de experimentar en un par de ocasiones vi que no era eso. Simplemente no me gustaban los chicos. Me causaban rechazo, a veces hasta asco. Martín, aparte de eso, despertaba mi ira.

A mis veintiocho me sentía bastante tranquila viviendo sólo con Berenjena. Tranquila y aburrida.

Por fin se hicieron las siete y empezó el verdadero trabajo: las corridas, los pedidos acumulándose, las tazas y platos equilibrando la bandeja que llevaba de una punta a otra.

-No te olvides de sonreír. -me decía cada tanto Carla, la dueña del bar.

Así era hasta las once, que era cuando parábamos para almorzar, y más tarde todo de nuevo, pero de cuatro a ocho.

Estaba cerca del recreo del mediodía cuando, por la ventana, vi pasar al chico de la plaza. Quedé petrificada entre dos de las mesas, con la bandeja vacía debajo del brazo.

Lo reconocí a pesar de que apenas se podía ver la parte superior de su cara (el verde de sus ojos, esa tristeza demoledora...), porque llevaba un cuello de polar por encima de la nariz e iba encapuchado. Un mechón rebelde había logrado quedar al viento.

Casi me da un infarto cuando sentí la voz de Martín casi en mi oído:

-Y a ese qué le pasa? Parece la parca...

-Yo que sé. Qué importa?

-Por qué lo mirabas tanto? Lo conocés?

Puse los ojos en blanco y me fui, dejando que hablara solo. Intenté localizar de nuevo al chico, lo más disimuladamente que pude. Ya se había alejado bastante.

En esa ocasión tenía que darle la razón a mi compañero con respecto a lo de la parca, ya que el chico iba de negro de la cabeza a los pies. Llevaba un buzo tres talles más grande de lo que debía ser y unos jeans demasiado ajustados.

Deseé saber hacia dónde iba. Eso no cambiaría mucho mi situación pero quería verlo una vez más. Sólo verlo.

...

Estando en mi casa no pude comer. Su imagen volvía y volvía. No me dejaría en paz hasta que lo dibujara. Por supuesto que tuve que hacerlo de memoria.

"Wow... Esto está bastante decente" me felicité. Recordaba muchos detalles, incluyendo la ubicación exacta de algunas de sus pecas, o la forma e inmensidad de sus ojos, que parecían maximizar toda su expresión.

Suspiré y besé a mi desconocido en versión 2d.

"Cuántos años tenés?" había preguntado maliciosamente Martín. En ese momento me sentía como de quince. Dios! Desde cuándo era tan cursi? Volví a tomar el lápiz y le agregué unos cuernos de cabra.

-Ahí tenés: un fauno.

El sonido de mi voz hizo que Berenjena levantara la cabeza, aunque en seguida reanudó el sueño.

Pegué el nuevo retrato cerca de mi cama, como un póster. Antes de volver al café, le dejé un beso más.

MUSADonde viven las historias. Descúbrelo ahora