—¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
—Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas
tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima
del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a
otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual
que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no
regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
«…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y
achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama “pasojos
de agua”, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies
de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así
fuera.»
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
—Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se
dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa,
como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza
a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí
como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de
uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva
carne del corazón.
—…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo
las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver,
cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.