—No hay ningún mesón
—¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
—Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta
veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las
bolas brillantes de sus ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la
cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios
por nosotros.
—¿Por qué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
—Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
—¿Qué país éste, Agripina?
Y ella volvió a alzarse de hombros.
Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar
desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos
oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir
de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del
viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las
paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida
del viento como si fuera un rechinar de dientes.
Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos
a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en
esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la
tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la respiración de los niños ya descansada.
Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado: