y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que
para ellos es una esperanza.
Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar
sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando
la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin
tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien
dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se
han ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del
pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios
sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un
murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van… Dejan el
costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya
nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí
le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como
ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su
ley…
Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas,
con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en
aquella soledad de Luvina.
Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena.
‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno
nos ayudará.