Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se
asomaba una lucecita allá muy adentro.
—¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
Les dije que sí.
—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la
madre de Gobierno.
Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la
única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron
que no, que el Gobierno no tenía madre.
Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los
muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo
matan. De ahí en más no saben si existe.
—Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar
hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros
muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y
tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas,
casi arrastrados por el viento.
—¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
—Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de
hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la
poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“a no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.