Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si
se alejara de algún lugar endemoniado.
Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con
todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el
viento...
Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
Entonces yo le pregunté a mi mujer:
-¿En qué país estamos, Agripina?
Y ella se alzó de hombros.
-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te
aguardamos -le dije.
Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla.
Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia:
sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
-¿Qué haces aquí Agripina?
-Entré a rezar -nos dijo.
-¿Para qué? -le pregunté yo.
Y ella se alzó de hombros.
Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones
abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.
-¿Dónde está la fonda?
-No hay ninguna fonda.
-¿Y el mesón?