Parte 7

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—¿Qué es? —me dijo.
—¿Qué es qué? —le pregunté.
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca
de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el
aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los
agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel
murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su
cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro
fondo de la noche.
—¿Qué quieren? —les pregunté— ¿Qué buscan a estas horas?
Una de ellas respondió:
—Vamos por agua.
Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar
calle abajo con sus negros cántaros.
No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
—…¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal
sabor del recuerdo.
—Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad
es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero
debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta
de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan

Luvina de Juan RulfoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora