cap. IV La Declaración

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Me dediqué a mis cosas los días subsiguientes, sin dejar de pensar en ella. Temía por Mariángeles, deseaba que su separación (en caso de darse) ocurriese de una manera pacífica y tranquila. Lamentaba tener las manos atadas y no poder hacer otra cosa, más que rezar por su bienestar y el de su hijo. Soñé su rostro algunas noches, imágenes que siempre se desarrollaron en ambientes oscuros y extrañamente asfixiantes. Sólo uno resultó ser distinto. Éste se desarrolló de día, todo estaba lleno de luz, había mucho espacio, brisa, árboles y frutos. La disposición de las calles, como en cualquier sueño que se precié de serlo, estaba locamente trastocada. Parecía que un niño gigante se hubiese encargado de cortar algunos pedazos del Estado Carabobo haciendo un collage en mi mente. Así, de esta manera, la famosa avenida Cedeño, cruzaba por el centro del poblado de Los Guayos. Cortando en dos, dicha comunidad, partiendo una carrera hacia el Sur. Viéndosele bajar y subir sus intrincadas colinas. Las líneas del Tren Rápido de Oriente, corrían paralelas a la avenida Cedeño en dirección al Lago.
Todo el espacio circundante estaba inundado de árboles de mango. Los cuales, sin duda, mi mente las trasladó desde el Campo de Carabobo. Estos árboles frutales, escoltaban ambos lados de la vía. Llegué en un extraño y anticuado vagón verde oliva oscuro. Enseguida, al bajarme, vi a María. Cargando unas bolsas de compra, no tengo idea de donde había comprado todo eso, porque a nuestro alrededor no existía un sólo establecimiento comercial, sino puras casitas construidas al estilo colonial. Montó en un taxi aparcado frente a ella. Le grité a lo lejos y Ella se percató de mi presencia, sonriendo y saludando como una niñita atolondrada.
Introdujo su cuerpo en el auto. Debió dar instrucciones al conductor para que pasase por mí, porque el pequeño automóvil viró 180 grados, en dirección hacia mí. Yo subí en él. Instantes después vimos a su esposo caminar la jorobada avenida Cedeño, bajando y subiendo sus amplias redondeces. Al parecer no se percató de nuestra presencia en el taxi. Sin saber ni cómo ni cuándo. nos habíamos alejado a un sitio muy diferente. Calles de tierra y polvo, casas de amplios ventanales, sin muebles ni ocupantes, abiertos de par en par. Persistían los árboles de mango y las vías del tren. Las sombras de esos árboles y sus frutos inundaban el ambiente con dichosa y jugosa humedad. El pueblo estaba desierto, no se veía un alma, era extraño, sólo éramos ella, yo, la fugaz aparición de su marido y el chofer sin rostro.
Nos detuvimos en una de esas casas de amplias ventanas y penetramos a su interior, dejando al desconocido chofer del taxi esperando. No había habitaciones en ella ni baños, sólo eran cuatro paredes, tres ventanas y una puerta. Sin embargo, muy a pesar del vacío, se percibía un fuerte sabor a hogar, a paz. Se hacía muy fácil ver hacia fuera a través de las amplias aberturas, la luz penetraba de una forma tan sutil el recinto. Iluminándolo todo sin llegar a desbordarnos, nuestros ojos no fueron heridos, ni nuestras pieles abrasadas por un calor supuesto.
Un fantasma romántico flotaba entre nosotros. Hablamos de muchas cosas, revelaciones importantes que mi inconsciente quiso confesarme. No pude retener ninguna palabra y todo se perdió en una niebla obscura. No sé, talvez me perdí en la inmensidad de sus ojos verde-gris. En su hermosa mirada centrada en mí; atenta, cordial, tierna, casi maternal. Fue un mensaje que erizó mi espíritu y mi corazón. Llegó como los pasos invisibles de un ángel errante, misericordioso y paterno, que acariciase los rugosos cabellos de mi alma con infinita ternura. No me malentiendan, sí recuerdo el mensaje, no su contenido sino el sentimiento que quedó impregnado en mí.
El sabor de sus labios, probé con timidez en aquel sueño. Jamás mis labios tocaron los suyos en la vida real. Sin embargo, el subconsciente me brindó el discernimiento de su boca y su cariño. Fue un beso calmo y delicado. Tal y cómo debe ser el primero entre dos personas. Sonreímos ruborizados, luego de rozar nuestras almas. Ella me miró, con una extraña mezcla de compasión, amor, admiración y fraternidad universal. Como si yo fuese un chiquillo indigente y ella la incondicional madre adoptiva.
Después ocurriría algo curioso y ocurrente. Mariángeles dibujó en el suelo de polvo (por alguna inconcebible razón onírica el piso era ahora de tierra y arena suelta) un nueve bastante peculiar y me comunicó sus deseos de tener uno.
—Quiero un nueve Robert, tráeme un nueve ¿quieres? —solicitó con alegría, como si se tratará de algo muy común, o por lo menos de mi conocimiento
—¿Un nueve? —pregunté confundido.
No tenía la mejor idea a que se refería ella exactamente con el calificativo de nueve.
—¡Pues un nueve! —exclamó incrédula de mi ignorancia en sus requerimientos, señalando hacia los mangos.
Yo eché un vistazo a los frutos, luego revisé el dibujo de nuevo y los encontré tan semejantes que no dudé más. Me apresuré a recoger una pequeña provisión de los mismos. Mariángeles se comió la mayoría, casi me atrevería a decir que fueron exactamente nueve, yo sólo ingerí dos.
—Con razón estas engordando, tengo mucha suerte de no ser un mangazo —comenté a manera de broma.
Refiriéndome a su nueva figura un poco rechoncha.
Ella rio y el sueño se disolvió con su sonrisa.
Este sueño tenía otra particularidad que lo diferenciaba de los otros. En él le imaginé tal como era hasta el momento de su desaparición: rellenita y un poco subida de peso. Con el pelo corto (apenas rozándole los hombros) y su piel menos lozana y juvenil. En los anteriores le soñé como era ella antes. La chica post-adolescente, delgada, con un cuerpo envidia de cualquier modelo. La infinita sugestión de sus anchas y bien definidas caderas, el cabello largo, su pulida piel y aquellas piernas lo suficientemente poderosas y firmes como para desdoblar cualquier voluntad o corazón. Creo que por fin mi mente le había aceptado tal y como era ahora.
Al principio pensé que ese detalle en el sueño se refería precisamente a eso: a una aceptación de la María de aquel momento. Sin embargo, cuando logré asimilar el hecho de su desvanecimiento, descubrí que era una despedida; un beso de despedida. Fue un adiós a niveles espirituales, enigmáticos e inconexos de una conciencia exaltada.
Me sumió en una tristeza profunda, muy a pesar de ser el único sueño blanco entre tanta oscuridad y pesadilla. No tenía idea por qué pasaba eso. Sentí una opresión agónica en el pecho, aplastándome en una depresión crónica. Inundando mis ojos al punto límite, sin vaciarlos. Llovía dentro de mí cada minuto y no podía desahogar mis lágrimas. Por espacio de una semana viví por instinto y no por impulso. Extravié mis sentidos de toda noción de tiempo y bienestar. Hundiéndome en aquel dolor confuso y sin razones comprobables.
Como pude escapé de la penumbra, regresando a la vida. Me liberé de aquella opresión inexistente. Preparándome a seguir la trama tejida por los hilos invisibles que el destino guardaba para mí. Fue entonces, apenas recuperado, cuando escuché el rumor de la supuesta huida de Mariángeles. Según oí, había abandonado a su esposo una semana antes, el 9 de septiembre, sin decir a dónde, sin notas de despedida y sin llevarse nada. Un par de viejas chismosas comentaban entre si la rareza de ese hecho a viva voz y pude oír con claridad, algo que me pareció sospechoso y preocupante: María se había ido sin su hijo.
La conversación de las dos desagradables señoras se centró en otros acontecimientos sociales, no hablando más de Mariángeles y su huida. Yo me alejé de ellas (y de su lenguaje vulgar) intrigado y confundido. No sabía si dar crédito a sus palabras. Yo las conocía muy bien, eran las dos de lo peorcito. Sus lenguas viperinas disfrutaban mucho con el dolor ajeno. Ambas fomentaban y alteraban los rumores de una manera eficaz y rápida. Exagerando algo aquí y allá para hacerlo más interesante y si se quiere, más cruel. Ellas sabían que muchas de las cosas que proclamaban a los cuatro vientos eran puras mentiras, sabían que tales infundios causarían problemas a mucha gente, pero no les importaba. Esa era su diversión y entretenimiento, no podían ni querían dejarlo, su escasa cultura no daba para más.
Teniendo en cuenta los antecedentes de las referidas señoras, necesitaba comprobar si existía algo de cierto en ello. Y no era nada fácil dado el hecho de su condición de casada, además de los impetuosos celos de su marido, también se encontraban los de su mamá. Ella y yo habíamos sido buenos amigos, sin embargo, esta situación cambió y de la noche a la mañana me convertí en persona no grata. Yo imagino que era amor de madre, quería proteger a María de los Ángeles. Talvez pensaba que le causaría algún tipo de problema con su esposo. Sobretodo temía una infidelidad y las complicaciones pasionales que esto acarrearía en su familia. Ya no podía contar con su comprensión, antes me aceptaba porque sabía que yo amaba a Mariángeles y ahora me rechazaba por la misma razón. Quizás no entendió que yo era incapaz de hacer algo, conscientemente, en contra de ese matrimonio; no soy tan egoísta ni tan ciego como para eso.
Me encontraba atado de pies y manos, de boca y oídos.
Esa tarde me encerré en mi habitación, dispuesto a aislarme del mundo y colocar algunas ideas en orden. Más que todo deseaba tranquilizarme, me perturbaba mucho ciertos detalles de su supuesta huida: no se había llevado ni ropa, ni dinero, ni a su hijo. Eso quería decir que no regresó a su casa después de vernos en el café. La cuestión era: ¿adónde había ido? ¿Por qué no me comunicó tal hecho? Y por sobretodo: ¿Por qué dejó al niño?
A las dos primeras preguntas le podría conseguir algún tipo de respuesta, ilógica o no, especulada o bien pensada, pero a la última no.
Era un laberinto ciego.
María podía ir a muchas partes, Valencia es una ciudad muy grande y es fácil perderse en ella. Sitios, donde ocultarse un tiempo de su familia, existían por montón. No obstante, sin dinero ni ropa las cosas se ponen cuesta arriba. Mucho más de lo que ya se encontrasen. Y sobre los porqués de su silencio había muchas teorías plausibles: no quería que me preocupase de antemano, no lo había decidido aún, no se acordó de decirlo, lo omitió porque deseaba que nadie lo supiera, etc. Sin embargo, irse dejando al niño, su más preciado tesoro, no tenía explicación satisfactoria.
Trataba de encontrar algún alivio a mis pensamientos cuando sonó el timbre del teléfono, yo me dirigí a él sin mucho entusiasmo, pensando quien interrumpía mis momentos de aflicción. No obstante, se me ocurrió en el trayecto hacia el aparato de que podía ser ella, Mariángeles. Necesitaba confiar en alguien y ese, sin duda alguna, era yo. Y así, de esta manera, lo atendí muy ilusionado.
—¿Mariángeles? ¿Eres tú? —Inquirí esperanzado apenas atendí la llamada —¿Dónde...
Me contestó una voz de hombre.
—¡Hola Robert!
Era Jonathan, un amigo.
—Conecta el Televisor inmediatamente; rápido canal 18 —resonó su voz, jadeante e imperativa; como si la vida se le fuera en la importancia de esa información.
¡Y yo lo único que deseaba escuchar era la voz de María de los Ángeles! Me decepcioné mucho, no era ella.
—¿Qué dijiste? ¿Enciendo el Televisor? —contesté con tristeza.
Yo había escuchado bien, imagino que fue algún tipo de respuesta vegetativa.
—Exacto, canal 18, apúrate, ya está a punto de comenzar ¡te vas a perder la información más importante de este año! —urgió con premura.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —obedecí sin muchos ánimos.
Después de una primera impresión confusa, logré distinguir la inquieta figura de Ganid. Sonreía mientras ayudaba a un camarógrafo o técnico recoger algo del piso. Ocupó el asiento que le correspondía y se aprestó a dar comienzo a una rueda de prensa.
– Voy a desconectarme Robert, luego te llamo para cambiar impresiones y para que me digas quien es esa tal María Ángel.
Ganid comenzó a hablar.
—¡Okey! Gracias por avisar.
—No hay por qué.
“God bless us and...”
Ganid hacía sus declaraciones en Ingles; algo lógico, es el idioma más utilizado del planeta. Esto me obligó a buscar el control para así activar la función traductora del dichoso aparato. Enseguida hicieron aparición en la pantalla los caracteres inherentes a dicha traducción.
“...de todos...”
Había perdido algunos segundos y una pequeña porción de sus palabras. Bueno, no importaba tanto, después le buscaría en la memoria.
“Hoy, 18 de septiembre del 2039, con motivo de la escogencia del primer Elevador Espiritual. Me comunico con ustedes para hacerles saber los hechos y detalles que me son permitidos revelar de dicho acontecimiento. Sé que muchos, quizá, estén aún confundidos con las declaraciones emitidas por mi persona el día jueves 1 del mes corriente. Fue algo inusual, lo admito, todo el asunto en sí tiene un carisma inverosímil. Sobre todo, por la velocidad con la que se están desarrollando los hechos inherentes a la situación espiritual del planeta. No era mi deseo que se le diera un matiz profético a mis palabras, yo sólo dije lo que se me pidió decir, pues en realidad no son mis palabras. Son términos pertenecientes a un plan cósmico-universal que engloba al hombre, criaturas celestes e intermedias, en su interacción con el máximo origen: La Deidad. El Destino final de las criaturas evolucionarias del tiempo y el espacio se encuentra en el Seno del Ser Supremo. El infinito acoge a lo finito, perpetuando así el flujo evolutivo de su propia divinidad en constante expansión.
“La vida, tal como lo conocemos, sólo es un preámbulo de la intensa y extensa preparación que debemos transitar para lograr nuestra meta principal: ir al encuentro (o reencuentro) con la primera causa y fuente eterna de la creación. Porque alguna vez fuimos parte de ella, antes de ser distribuidos a lo largo y ancho del Universo en una muestra, excepcional y magnifica, de entrega por parte de Dios, el Padre. Llevamos dentro de nosotros un regalo único y maravilloso, una chispa divina, una partícula original y auto-otorgada por EL PADRE UNIVERSAL. Cada quien y cada cual tiene por misión esencial hallar o descubrir su chispa-monitor residente, colaborar con ella, aceptar su asociación, hacerse uno con ella; en términos más sencillos: encontrar al Dios interno que vive dentro de nosotros. No es algo fácil, hay que disminuir el volumen de los pensamientos propios para poder oír (sentir) su voz, su calor y energía. Y así, una vez confirmada la unión de ambas voluntades en la dirección en una Meta-Destino, poder otorgar una identidad espiritual al alma humana nacida o alimentada de esa unión.
“Para lograr tal propósito la humanidad debe elevar su nivel espiritual, el cual es desigual (debo decirlo), pobre y escaso. Es un mal humano. Muy pocas personas escapan completamente de esa indigencia interna; muchas otras viven ahora una vida confusa, sin saber en qué creer y con un sentimiento de vacío arraigado en su corazón. Erróneamente hemos buscado a Dios fuera de nosotros, quisimos verlo en signos externos de naturaleza singular en los cuales se hiciese manifiesto su gran poder, pensamos que lo encontraríamos en la religión, entre tabúes, rituales, doctrinas, dogmas y creencias institutonalizadas que tenían como ideales la retribución y el castigo. Lo buscamos en el cosmos con poderosos telescopios y voraginosos artilugios celestes; pero no lo hallamos, ni a Él, ni a sus Ángeles. ¿Acaso no existen? La respuesta, por supuesto, es: ¡claro, claro que existe! No lo vemos porque lo buscamos con ojos materiales, inadecuados a la naturaleza divina y altamente espiritual de la Deidad. Debemos sentirlo con el alma, saborear su esencia única y amorosa, su abrazo tierno (paterno y materno a la vez) acariciando nuestras almas y regocijándole (Él) con nuestro regocijo.
“Por esa razón todos debemos elevar nuestra conciencia hacia niveles estricta e indistintamente divinos. De allí parte entonces la necesidad de la presencia de Elevadores Espirituales entre nosotros, más como incentivos que como Guías, actuando más como inspiración que como Maestros. ¡Y qué mejor criatura para aceptar y llevar a cabo el trabajo con los humanos que otro ser humano!”
Después de esa pequeña exclamación, Ganid, hizo una pausa y sorbió con tranquilidad casi todo el contenido de un vaso cristalino. Saciadas sus necesidades de agua continuó la rueda de prensa.
“Cómo ya lo comuniqué antes, la persona ya fue escogida, hace unas semanas atrás. Iniciándose su adiestramiento 9 días exactos antes de esta fecha: el viernes 9 de septiembre. Se me informó que el nombre de esa persona es María y que proviene de la zona norte de Suramérica, probablemente de aquí, en Colombia...”
  Cuando mencionó: “Colombia”, busqué, en la pantalla, el lugar desde donde se transmitía la rueda de prensa. No me había fijado en ello, había una tarjeta generadora de caracteres, en la esquina superior izquierda decía: EN VIVO DESDE CARTAGENA DE INDIAS. Al tener mi atención centrada en la traducción y en la figura de Ganid no me percaté del susodicho indicativo.
“Sobre las características físicas de la persona es muy poco lo que puedo decir, es joven, no mayor de 30 años, estatura normal, quizás con el pelo oscuro, ojos y piel claros, de contextura media, estudiante, trabajadora y creo que madre de uno o dos chicos...”
Un muro de murmullos se levantó con ese comentario, interrumpiendo sus palabras. Él parecía saber que esto podía ocurrir y guardó silencio, conocía que en la mente de muchos aún bullían las mitológicas creencias sobre la pureza virginal, de inmediato asociarían la virginidad como símil de pureza espiritual, colocándola como un requisito básico e indispensable para ser una persona escogida por la Gracia de Dios. Yo mismo me sorprendí mucho. Odio admitirlo. También creía que la persona que fuese seleccionada, tenía que ser, de manera invariable, alguna especie de asceta que hubiese consagrado toda su vida y fuerzas en la prosecución de objetivos místicos o exaltaciones etéreas de ese tipo. Imaginaba a cualquier monje, aislado del mundo en alguna montaña apartada de la civilización, en la cual le dedicase cada minuto de su vida a Dios. Algún ser (hombre o mujer) que hubiese pasado años meditando en el Tíbet. Alguien con conocimiento avanzados en Cábala (judía o egipcia), un carismático sacerdote (femenino o masculino) de la iglesia. Aún en su decadencia el cristianismo poseía personas de verdadero valor espiritual, aunque la mayoría de las veces ocupaban cargos menores en el complicado sistema jerárquico del catolicismo. Algún pastor sincero de corazón de cualquiera de las variadas ramificaciones del cristianismo protestante. Un maestro islámico. Alguien como Ganid. Mi imaginación daba cabida para ellos y un poco más. Sin embargo, no visualizada a una sencilla ama de casa desempeñando un papel tan importante como ese. ¿Cuáles serían sus credenciales? ¿Qué tipo de iniciación o enseñanza tendría para alcanzar un alto desarrollo espiritual, o por lo menos el que los Preceptores consideraban esencial?
Toda una interrogante incontestable.
La verdad es que, en ese momento, perdí la poca o mucha fe que tenía en Ganid. Cada vez se complicaba más el asunto, sus palabras las oía más absurdas. “Al pobre tipo tanto conocimiento lo ha abrumado, se está volviendo loco” pensé. “O es un fraude o es un orate. No creo en él, sus palabras no pueden ser ciertas”.
Me entristeció mucho el razonar así, yo le admiraba en muchos sentidos. Ahora había perdido la inspiración que de él recibía. Una desilusión me comunicó con la otra. Recordando a Mariángeles, su ausencia y su extraña huida. Una inmensa y absurda ira se apoderó de mi alma y a punto estuve de tirar el Televisor al suelo, en un acceso de furia. Fruto de la frustración de no saber nada de ella. Logré contenerme. Eché una mirada desilusionada a Ganid, que mantenía sus ojos cerrados, como si meditara, mientras los periodistas y el público asistente estaban enzarzados en una polémica descabellada. “Que estupidez” dije y apagué el ya también odioso aparato, abrí la ventana, escapando a través de ella, recibiendo la brisa fresca de la tarde como un transporte eficaz que me alejara de todas esas fútiles discusiones y llevara mis pensamientos con ella, con la ausente María de los Ángeles

María de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora